domingo, 23 de marzo de 2014

El terremoto de Cartago del 4 de mayo de 1910 (Parte II)



El terremoto de Cartago del 4 de mayo de 1910 (Parte II)

Autor Gabriel Molina: Los últimos días de Cartago Páginas Ilustradas, Año VII, números 255 a 256, octubre, 1910

A las 8 a.m. del día 5, la más noble y leal ciudad, era una pequeña Babilonia; estaba a esa hora invadida por millares de personas que habían llegado de la capital y de otras provincias. Todos querían prestar sus servicios en la mejor forma posible, pero no había orden ni disciplina, y así cada cual se fue a donde pudo, y trabajó como quiso, a excepción de las cuadrillas que venían organizadas como la de carpinteros, que se dedicó a construir galerones en las plazas públicas, y la de zapadores a buscar personas aterradas, recoger heridos y contusos, limpiar caños y acequias para encausar de nuevo las aguas que inundaban las calles y solares, y a cegar los escusados de pozo. Con este esfuerzo se logró sacar todavía con alientos a muchos infelices que habían pasado la noche bajo los escombros.

A cada paso se presentaban los cuadros más horripilantes. Un arriero conducía una carretada de muertos, que en su mayoría eran niños y sirvientas, y como notase que un brazo iba arrastrando, se detuvo, y con la mayor impasibilidad lo ató con una cuerda de las paredes, y colocó encima un saco que se entregaba a mi presencia, con el cadáver de un niño mutilado. Un hombre taciturno que conducía en sus brazos otro niño muerto, envuelto en una sábana, cruzaba silencioso por entre el hormiguero humano, sin permitir que nadie le ayudase a llevar su carga, de que él no quería desprenderse hasta dejarla en el campo santo. Sobre un montón de piedras y de palos, un anciano rodeado de su esposa y de sus hijos, permanecía en muda contemplación de su derrumbada choza, y cuando le pregunté ¿Qué tal le había ido? Me contestó con la mayor sangre fría, como si se tratase de algo que no le importaba ¡solo perdí un hijo! Por las calles, obstruidas en varias partes, como si por allí hubiese pasado un torbellino arrasando casas y confundiendo hasta las señales de las propiedades, transitaban grupos con maletas, en busca de los trenes, para marcharse fuera de aquel teatro de desolación, sin cuidarse para nada de lo que dejaban atrás.

En la esquina noroeste del parque, varios trabajadores sacaban las mercancías de nuestro amigo don Felipe Martín y las amontonaban en el suelo, bajo los higuerones, mientras otros con febril empeño removían pesados bloques de calicanto, bajo los cuales estaba sepultado Alberto Alfaro, joven de ejemplar conducta y generalmente estimado por su índole suave y complaciente. En el patio de una casa, los vecinos forcejeaban por meter dentro del ataúd el cadáver rígido de un caballero, que presentaba la más angustiosa contracción de amargura en su amoratado semblante. El popular y muy estimado Comandante Coronel don Macario López Arias, mantenía con severidad el orden entre sus subalternos, disponía de lo necesario para la inhumación de los muertos que se habían llevado a la Plaza de Armas, atendía con solicitud a cuantos reclamaban sus auxilios, repartía herramientas y no se daba un momento de reposo. Aquél fue un empleado que estuvo a la altura de su deber en tan críticas circunstancias. Los ladrones que se cogieron infraganti, fueron maniatados y enviados a la capital, y lo mismo se hizo con los reos que estaban en la cárcel, los cuales salieron ilesos y fueron conducidos a pie hasta la Penitenciaria, por una guardia montada de paisanos voluntarios, que se hizo cargo de tan arriesgada comisión. El soldado Antonio Lázcares, fue el único muerto dentro de la cárcel. Se puede juzgar del pánico que se apoderó de los recluidos, por el hecho de no haberse fugado luego de que fueron sacados de los calabozos, donde la guardia habría sido insuficiente para contenerlos en campo abierto.
Cartago después del terremoto de 1910

Por su parte, el dignísimo cura, Dr. Don R. Ottón Castro, no solo prestaba su auxilio material a los damnificados, sino que andaba de aquí y de allá, consolando a los atribulados o dando a los moribundos los últimos auxilios espirituales. Como a su ministerio se presentaban muchos casos perentorios que resolver, apresuró los trámites del desposorio, y casó gratuitamente, en donde pudo, a multitud de parejas. En compañía suya, fui a ver a Rafael Ángel Troyo, que agonizaba dolorosamente en el kiosco, en donde se había instalado el Cuerpo Médico, formado por distinguidos facultativos de la capital y de la extinta ciudad. Allí se hacían con toda solicitud las primeras curas a numerosos heridos y fracturados, que llenaban el recinto con sus quejidos y sus lamentos.

Del hospital acababan de sacar muertos a varios asilados y a la abnegada hermana de caridad Sor Vicenta: ¡Los inválidos se habían salvado todos! Caprichos del destino, dirán unos, misterios de la providencia, exclamaban otros. Frente al hospicio de huérfanos, lloraban las religiosas Belemnitas la pérdida de algunas de sus compañeras y de varias niñas confiadas al celo y dirección de ellas. Otro tanto sucedía en el hospicio de varones, donde los padres salesianos lamentaban el fallecimiento de algunos hermanos y sirvientes, y de tres huérfanos, y se preparaban a marchar sin rumbo fijo con más de un centenar de niños, que miraban con horror aquel simpático asilo debido al humanitario desprendimiento de espíritus netamente cristianos. La Cruz Roja y el Cuerpo de Ingenieros trabajaban con plausible diligencia en la repartición de vendajes, hilos, medicinas provisionales, en la asistencia de los enfermos e inválidos, en la traslación de heridos a San José, y en el cumplimiento de las disposiciones acordadas tropa y familias desamparadas, cuidar la higiene y demoler inmediatamente los lugares más transitados lo que ofrecía inminente peligro para los transeúntes.

Durante las primeras horas de la mañana comencé a saber detalladamente multitud de casos trágicos que había ignorado toda la noche, y sentí como una especie de remordimiento de no haber podido estar en todos aquellos lugares donde me hubiese sido posible, con una obra piadosa de misericordia. Supe de un primo hermano desnucado en la acera de la Iglesia de San Francisco por un bloque de la cornisa o de la torre, y de una hermana de este infeliz, muerta en su propia casa por una pieza de madera. Simultáneamente se me avisó de otra prima que estaba moribunda y que al fin expiró en el hospital de San José, con una costilla rota, por sacar a un niño que se había quedado en el interior de la casa; y de mi cuñada Angélica Blanco de Zavaleta, que vivía en la calle del ferrocarril hacia el lado de Los Ángeles, y cuya tremenda desgracia es de lo más horroroso que registra la historia de esta catástrofe, como se verá a continuación.
Torre de la Iglesia del Carmen que cayó sobre la vía férrea.

Oigamos el sincero relato que la señora Blanco viuda de Zavaleta, hace ella misma de lo que sucedió aquella noche de siniestros recuerdos: Después del 13 de abril, dice, mi marido José Zavaleta y yo dispusimos a tomar en la sala de la casa a las 5:30 p.m. el té que acostumbrábamos a los 8 p.m., para poder así retirarnos más temprano al rancho provisional de otros miembros de la familia. Al anochecer el 4 de mayo, estábamos en el lugar dicho con nuestros hijos Claudia de 7 años, Hernán de 5, y un poco más adentro la sirviente María Pacheco con un niño, de cuatro meses, en los brazos. Aún no habíamos acabado de reposar nuestra bebida, cuando fuimos sorprendidos por el terrible sacudimiento. Aquello fue instantáneo; como empujados por un resorte, corrimos hasta la puerta de la calle que no distaba ni cinco pasos, yendo adelante Hernán que era sumamente nervioso, y el cuál juzgo que cayó fuera de la acera, y después de él todos nosotros.

No acierto a explicarme como fue la caída, pero sí cuando me sentí fue en el suelo, completamente aterrada, oyendo gritos desgarradores en ni derredor, y yo misma gritando con todas mis fuerzas, porque la pared del zaguán nos había caído encima. Yo estaba boca abajo con la mano derecha cerca de la cara, y sobre mi costado izquierdo cayó boca arriba mi esposo. Como me quedaba un poco libre el brazo de ese lado, podía perfectamente pasarle la mano sobre la espalda y tocar la cabecita de la niña, que estaba casi entre los dos. José me llamó unas cuantas veces por mi nombre, y me preguntó si estaba muy herida, y ambos a la vez no cesábamos de gritar para que nos sacaran de aquel martirio, pero nadie respondía a nuestros lamentos ni a nuestros ruegos. De los niños no oí más que un grito penetrante de pavor, que aun resuena en mi corazón.

Llamé a la niñita y como no me contestó, le acaricié la cabeza, y me dije: ¡Ya está muerta! Como el chiquitín salió tan presto adelante, me imaginé que estaría vivo, en la mitad de la calle y aunque le llamaba y no me respondía, abrigué la esperanza de que nada le había pasado y que se habría ido al rancho de la familia o algún otro punto de la vecindad. A toso esto, cada vez que oíamos gente repetíamos a grandes voces que vinieran en nuestro auxilio, más todo era en vano. A alguna persona le oí decir: espere ¡Ya Vamos!, y nada: guardamos un rato de silencio y oímos que de la casa vecina sacaban primero a una persona, y después a otra, y mientras tanto nosotros agonizábamos por la tardanza en socorrernos. Habrían pasado unas dos horas en tan terrible angustia, cuando oímos pasos, y con la fuerza de que éramos capaces nuevamente, que por Dios nos sacaran.

Se oían varias personas, tal vez tres o cuatro, y al llegar frente a la puerta donde nosotros estábamos, comenzaron a encender fósforos. ¿Qué es?, preguntó uno de ellos, ¡un niño!, dice el del fósforo, ¡he tropezado con él! ¡Sí, sí es un niño!, repetían los demás, quienes no cesaban de prender fósforos. ¡Pero está muerto!, ¡pobrecito! repetían en coro, ¡Sáquenlo!, les contestamos, ¡es hijo nuestro y nos lo llevan al rancho de enfrente, de don Santos León II!,  ¡aquí estamos otros más aterrados, ayúdennos!,  ¡si, ahora volvemos!,  nos contestaron, y se fueron enseguida, sin hacer nada. Noté que la voz de mi marido, al dirigir a aquellos hombres sus angustiosas súplicas, era cada vez más lánguida y apagada. Luego le oí quejarse; así permaneció un rato largo, le hablé y ya no me contestó. Pasé mi mano por su espalda y le repetí mi voz, pero ya no le volví a oír más. Comprendí que ya había muerto, y me dije: ¡Solo falto yo, esto no tardará mucho, que se haga la voluntad de Dios!,  nada me impresionaba la muerte, sabía que solo yo faltaba, y resignada esperaba mis últimos momentos. Lo único que deseaba era morir al aire libre, y no bajo aquella pesada masa de escombros. Pero era imposible, mi última esperanza se desvanecía. Las únicas voces humanas que se escuchaban eran la de mi cuñada María y la de su esposo Adolfo Rojas, que con tres hijos y la sirviente habían corrido la misma suerte que nosotros, con pared de por medio.

Como los sacudimientos de la tierra eran tan fuertes y tan seguidos, las maderas y vidrios crujían de un modo horrible, y los cuerpos pesados seguían cayendo con estrépito. Mientras tanto, nuestros cuerpos estaban más y más oprimidos, y apenas me quedaba con acción la mano derecha, con que procuraba medio limpiarme la cara, para quitarme algo que me estorbaba, y que supuse fuera ya el sudor de la muerte, pues a ninguna hora sentí que pudiera tener tan heridas mi cara y mi cabeza. Resuenan pasos, renace mi esperanza de morir al aire libre y con los auxilios necesarios, y grito a más no poder; pero no oían aquellas gentes de Dios, o no hacían caso; eso no lo sé.

Transcurrido un largo, muy largo rato, y de nuevo oí pasos como de una persona sola. Mi esperanza aún no se había debilitado del todo; quería morir, como dije, al aire libre y con los auxilios que nuestra santa religión ofrece. Grité y repetí mi súplica. ¡Voy para allá! Me contestó una voz varonil; ¡pero grite otra vez para saber donde está!, ¡aquí aquí! Le contesté con voz casi desfallecida, ¡va a esperar un momento porque yo solo nada puedo hacer y por ahí se oyen más personas aterradas!, ¡como que ya viene gente, son dos hombres, alto amigos, vengan en mi ayuda, que urge mucho, no podemos, vamos precisados!, contestan los transeúntes, ¡cómo, si no vienen inmediatamente los tiro, soy autoridad!, en medio de mi tribulación bendije aquella voz enérgica que venía en mi auxilio, y comprendí que, intimidados los pasajeros se acercaban a ayudar a un policial, que era quién nos requería. ¡Tome usted esta linterna! Le dice a uno en tono severo, y vengan pronto. ¡Tiembla, Santo Dios, Santo Fuerte!, ¡Espere espere!, ¡pero que les va a caer aquí, cobardes, si ya todo está caído! ¡Pasen pasen, grite otra vez señora, para fijar el sitio donde está usted! ¡Aquí estoy! Grite con suprema ansiedad.

Vista del kiosco

Sentí que comenzaban a remover y apartar los escombros, y cuando primeramente me descubrieron la cabeza y pude respirar con libertad, parecía que me hubiesen quitado de encima una montaña. ¡Pobrecita, ¿quién es usted señora?! Dijo el policial. ¡Angélica de Zavaleta! Le contesté. ¡¿Cómo?! ¡La señora de don José! ¡Sí señor, la misma! ¡Ah, sí está usted inconcebible, por el lodo y por la sangre de que está cubierta su cara! ¡Bueno, aquí a mi lado está él, lo sacan también si me hacen el favor! ¡Si señora, con mucho gusto, si está vivo! Continuaron apartando escombros, con las manos, y de pronto se detuvieron. ¡Tiembla, salgamos fuera, mientras pasa! dicen los peones. ¡No sean cobardes, esto precisa, la señora va a morir! Les replicaba el jefe. ¡Acerquen la luz; si, es verdad, aquí esta su esposo, pero está muerto, señora! ¡Aunque este muerto, sáquelo, y dos niños más que están aquí, y una sirviente que está gritando todavía un poco más adentro! ¡No señora, su esposo ya murió, y ahora vamos con los vivos que se oyen por ahí!

Cogí la cabeza de José para convencerme de si era o no cierto lo que se me decía, y como vi que no me engañaba, no sé lo que sentí. ¡Yo le sigo, por dicha, creo que moriré pronto!, les dije. ¡De verás, esta señora ya no tarda en morir!, repitieron todos a media voz. Luego, dos de ellos, con el mayor cuidado me colocaron en la línea férrea, mientras el tercero alumbraba con la linterna. ¡Aquí la dejamos!, me dijeron, vamos a socorrer a los otros que gritan. No muy tardado estaban allí con Adolfo, el esposo de mi cuñada María. Por último, sacaron a mi cocinera, muy herida pero con la niñita sana. ¡Aquí los dejamos mientras amanece, porque hay que ir a atender a otras víctimas, son pasadas las doce! ¡No no!, les contestamos a la vez, ¡llévennos a ese rancho de en frente, allí tenemos familia!, y añadí: ¡si llévenme pronto porque siento gran frío y además está lloviendo mucho, es una caridad, tráiganme agua, porque me muero de sed! El policial previsor sacó una media botella de vino y me ofreció un poquito para reanimarme. ¡Está bien, vamos a llevarlos!, repuso. En ese momento salían a nuestro encuentro don Santos y mi cuñada Luisa, quienes indicaron la senda que se podía seguir entre los escombros para llegar al rancho. Me colocaron en una cama, luego trajeron a Adolfo, y por último a mi sirviente con su niñita. Allí fui atendida esmeradamente por la familia que paso el resto de la noche poniéndome paños en las heridas. Mi suegra que vivía un poco retirada, y que ignoraba nuestra situación, llegó en la mañana. 

En seguida llegó mi cuñado don Ramón M. Quesada, lo mismo que el profesor don Alberto Brenes, y todos ellos se disputaban mi curación. Don Ramón al ver el estado en que me encontraba, inmediatamente salió en busca de médicos, y a poco rato volvió con el Dr. Dos Elías Rojas, quién ordenó que me trasladaran al kiosco para hacerme las primeras curas y de allí conducirme al Hospital San Juan de Dios de San José. Yo no pude ver, después de desaterrados, a ninguno de mi casa, y solo supe que el apreciable caballero don Juan Brenes A. se encargó de recoger los cadáveres y darles cristiana sepultura. ¡Dios se lo pague!

Hasta el hospital me acompaño mi sobrina Evangelina Quesada Blanco, y puedo decir que la travesía de Cartago a San José, se hizo eterna por los dolores que sentía, por la incomodidad y por los ayees de los otros heridos que iban en el mismo tren. Llegué a las 9 p.m. al hospital, donde fui recibida con maternal solicitud por la ejemplar y virtuosa hermana Sor Vicenta, la cual me hizo conducir a uno de los salones de cirugía. Los doctores Pupo y Cordero, desde el momento que me vieron, aunque no dieron esperanzas de vida, se tomaron el más alto y humanitario empeño por salvarme, y hoy, después de cuatro meses de asistencia médica, puedo decir que gracias a Dios y al poder de la ciencia, lo mismo que al generoso desprendimiento de todas las personas caritativas que se han interesado por mi desgracia, y para quienes mi gratitud será eterna, puedo contarme entre los sobrevivientes de la destruida ciudad de Cartago.

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domingo, 16 de marzo de 2014

El terremoto de Cartago del 4 de mayo de 1910 (Parte I)



El terremoto de Cartago del 4 de mayo de 1910 (Parte I)

Autor Gabriel Molina: Los últimos días de Cartago Páginas Ilustradas, Año VII, números 253 a 255, octubre-diciembre, 1910

El miércoles 4 de mayo hubo un recrudecimiento de las conmociones terrestres, que fueron ese día, funesto día de Santa Mónica, más frecuentes, y algunas de intensidad alarmante. La tarde se presentó apacible y despejada, una risueña tarde primaveral, que reanimó los decaídos ánimos, haciendo olvidar un poco los sustos y congojas del día. El crepúsculo iluminó con una luz rojiza y sanguinolenta las altas cimas del Irazú, y tiño por última vez de pálidos reflejos los altos campanarios. Muchas personas salieron de paseo por los corredores, otras se refugiaron temprano en sus provisionales dormitorios, y no pocas, por desgracia, habían entrado en compañía de las sirvientas a sacar ropas o dar algún alimento a sus niños antes de acostarlos.

Mi esposa y parte de mis hijos se disponían a salir de la casa para irse al carro de ferrocarril, cuando un hecho providencial los reunió a todos en un corredor angosto, frente a un jardincito; alguien tropezó con un frasco de olominas o pececillos de acequia, lo volcó, y todos se agruparon a recogerlas. En esa actitud estaban, cuando a las 6:50 p.m. sintieron un fuerte sacudimiento del suelo, que se levantó como una ola y bajó violentamente como si hubiese habido una explosión subterránea a poca profundidad. El formidable estruendo los atemorizó; quisieron ganar la salida por el zaguán, pero las paredes cerraron el paso, cayendo una sobre la otra; vieron un boquete de luz en un dormitorio, por allí se precipitaron gritando, asidos unos de otros y lograron pasar maquinalmente por el sobre el techo ya aplanado de aquel aposento y de la sala, hasta la calle, que estaba cubierta por montones de escombros. Todas las paredes habían caído en diferentes direcciones y solo el estrecho corredor había permanecido firme, como para proteger al amor y a la inocencia que allí estaban representados por mi esposa y por mis hijos más pequeños.

Sismograma del Terremoto de Cartago del 4 de mayo de 1910.

Yo me hallaba en esos momentos acostado, hacia la esquina de un cuarto independiente con puerta al exterior, y leía un periódico mientras salía la familia. Oí como la detonación de un rayo o de un cañonazo y sentí un golpe brusco por debajo de la tijereta que me levantó y me deslizó hacia afuera, boca arriba y con la cabeza hacia el sur, por una brecha que se abrió de alto abajo, exactamente detrás de mi cabecera. Simultáneamente la luz de un relámpago me permitió ver la furia con que eran lanzados los fragmentos de las paredes del cuarto a uno y otro lado, cuál se hubiese estallado allí una bomba de dinamita, y el vaivén del artesanado, que parecía venirse sobre mí, pero que afortunadamente recobró su centro de gravedad, no se hundió y quedó descansando sobre la puerta, casi doblada y sobre unos pilares de roble. Un golpe que había recibido en la cabeza me desconcentró un momento y al levantarme, sin tino, ya iba a entrar de nuevo al cuarto, cuando uno de mis hijos mayores, que ya venía en mi busca, después de haber puesto en salvo a la madre y a las hermanitas, me tiró fuertemente de un brazo y me arrastró hacia afuera.

Al untarnos bajó una densa polvareda que nos asfixiaba, atónitos y sin darnos cuenta exacta de lo que sucedía, noté que faltaban tres de mis hijos, pero todos se habían salvado milagrosamente y en seguida llegaron a reunírsenos. Sorprendió el terremoto al mayor, en la central eléctrica, donde los transformadores cayeron, no dándole tiempo más que para desconectar instintivamente el aparato y escapar por la pared del fondo, que se derrumbó hacia atrás, sobre la propiedad de don Jesús Pacheco Cabezas, a quién encontré ya muerto. Junto a la casa esquinera del ingeniero don Nicolás Chavarría M., casa sostenida por horcones y que no cayó, estaba mi hijo menor Jorge con otros compañeros, al sentir aquel movimiento extraordinario que no le permitía sostenerse en pie, se tendió en cruz sobre el suelo, hasta que logró incorporarse y partió en carrera, llorando, a buscarnos y abrazarnos. Y a una hija adoptiva, que regresaba de visitar a sus amigas, el vaivén la rechazó en el momento de entrar a la puerta de mi casa, y cayó fuera de la acera; intentó levantarse, pero la trepidación la hizo rodar hasta la mitad de la calle, sin que la alcanzasen los escombros, que saltaron simultáneamente hacia afuera. Además, se había salvado dentro de mi casa la cocinera, y en la calle un negrito sirviente, a quién encontré sano y alegre al siguiente día, inspeccionando ruinas, sin preocuparse por nada.

Repuesto un poco de la primera impresión, por de pronto yo no pensé en terremoto, pues se me figuró, por el inaudito ruido, y por la repentina claridad, que había percibido, que en mi casa debía haber caído un rayo y que en ninguna otra había desgracias que lamentar. Sugestionado por esa errónea idea, y apenas disipada un poco la sofocante nube de polvo, me encaminaba casi a tientas con los míos hacia la estación del ferrocarril, cuando vi hacia el lado norte abrirse la oscuridad, como en un surco de luz rojiza y cerrarse inmediatamente. Cruzaba en esos momentos, como del NE al SW, un bólido, que hizo pensar a algunos en una erupción del Irazú o del Turrialba, y a otros, en algún fenómeno atmosférico producido por la aproximación a la Tierra del temido cometa Halley. Este meteoro fue visto de casi todas las poblaciones de la meseta central, y por las aseveraciones de personas fidedignas, se cree que cayó en el Golfo de Nicoya, frente a Tivives.

Apenas se instaló de nuevo mi familia en su albergue rodante, comenzaron a llegar en tropel gentes de todas edades y condiciones, que huían horrorizadas, gritando desesperadamente, implorando misericordia, pidiendo auxilio y proclamando a voz en cuello los siniestros personales de que cada cual tenía conocimiento en su vecindad. Las mujeres, en su mayor parte accidentadas, pedían agua y no se conseguía. Hubimos de compartir nuestro alojamiento y unas escazas provisiones que se habían llevado allí durante el día, con más de diez personas extrañas que buscaban refugio, pues la lluvia comenzaba a desatarse sobre la muerta ciudad como un copioso llanto de la naturaleza después de su obra exterminadora.

Aquella espantosa lobreguez en que no se descubría una luz en el suelo, ni una estrella en la altura, crispaba los nervios hasta de las personas más serenas y equilibradas. Al clamor humano, que era un alarido desgarrador, se unían los aullidos de los perros, que corrían de acá para allá en busca de sus amos; el graznido de las aves que revoloteaban enloquecidas; el estruendo de los pesados muros y armazones que seguían derrumbándose poco a poco, pues la tierra prosiguió temblando fuerte a cada rato, durante toda la noche y el día siguiente, como si estuviera atacada de un escalofrío nervioso; y las voces de alarma de la policía para evitar que los transeúntes se enredasen en los alambres de la luz, caídos al suelo con todo y postes.

Cada cual se dedico desde el primer momento a auxiliar a sus deudos o allegados, y entre la oscuridad los grupos se cruzaban poseídos de una amistad indescriptible en el paroxismo de la desesperación. El trajín humano, semejaba el desorden de una colmena, cuando se derriba de un hachazo el árbol que la sustenta.

Las autoridades, en su aturdimiento, no hallaban que órdenes dar, ni quién las cumpliese como se debía en aquellos momentos. Los telégrafos y teléfonos quedaron rotos y abandonados, y nada se hizo para restablecer la interrumpida comunicación, de modo que el Gobierno y el resto del país, no supieron sino bastante tarde la desgracia, primero por un español que llegó de Cartago a comunicar la noticia al señor Presidente de la República, y luego por un mensaje del Lic. Don Luis Anderson, puesto desde Tres Ríos al Primer Magistrado.

Poco más tarde ya, supe la triste muerte de multitud de amigos y conocidos, y de bastantes sirvientas y niños que permanecían aterrados pues no había brazos suficientes ni herramientas, ni siquiera luz para orientarse en aquella confusión de ruinas. Centenares de heridos, de quebrados y contusos eran sacados a la mitad de la calle, y allí se dejaban mientras se acudía al socorro de otros más necesitados.

Como la cañería se había roto en varias partes, escaseaba para los reconcentrados en los cobertizos que había hecho de antemano la Junta de Socorros. En altas horas de la noche, la glorieta del Jardín Central estaba trasformada en Hospital de Sangre, y luego la Plaza de Armas se convirtió en una especie de “Spoliarium”,  a donde iban llegando en macabra procesión de todos lados, en hombros, en camillas, o sobre una hoja de puerta, las víctimas que habían perecido en la lucha desigual con los iracundos elementos. Allí se alineaban los cadáveres sobre el césped, algunos cubiertos por una sábana, otros sin ningún abrigo, muchos deformes e irreconocibles, materialmente aplastados, y gran parte sin lesión ninguna, pero amoratados y con el gesto de una agonía cruel producida por la asfixia.

Cuando pasadas las 3 de la mañana llegó a pié el señor Presidente de la República, Lic. Cleto González Víquez, acompañado del Presidente electo, don Ricardo Jiménez y de varios caballeros de la capital, hubo como una especie de desahogo, como un gran consuelo, al saberse que la metrópoli costarricense no había sufrido casi nada, y que los socorros no se harían esperar mucho, como así sucedió. Restablecida la comunicación telegráfica, cuya oficina se instaló en un carro de ferrocarril, por activos empleados venidos de la capital, el señor Presidente impartió sus órdenes, para socorrer a la damnificada población.

En aquella fatídica noche que se hacía interminable por la ansiedad con que todos esperábamos la luz del sol, es casi increíble como lograron muchas personas salvarse debajo de una mesa o de un mostrador, ni como pudieron otras tener la fortaleza necesaria para desaterrar a sus deudos, sin otro instrumento que el de sus propias manos. En aquella memorable noche, no hubo un momento de reposo ni para el espíritu ni para el cuerpo, de suerte que cuando al siguiente día comenzaron a llegar los primeros individuos de salvamento con provisiones y visiblemente conmovidos; y al ver la impavidez con que muchas personas iban y venían, llenas de lodo, con vestidos rotos y ensangrentados, y la indiferencia con que miraban todo, sin lanzar ni siquiera una queja, creyeron encontrar en los abatidos cartagineses únicamente seres idiotizados. NO, aquel decaimiento era el efecto natural del cansancio físico después de una faena abrumadora, del hambre, de la azarosa vigilia, y más que todo, del sufrimiento moral exacerbado por las fuertes emociones.

Poco antes de las cinco de la mañana, salí de la estación del ferrocarril con rumbo a mi casa, que estaba situada unos 300 metros al sur, y ya vi llegar de San José multitud de personas a caballo, resueltas a ponerse a las órdenes de alguien y a trabajar enseguida. Les indiqué en dónde podían encontrar al Gobernador don Arcadio Quirós, y siguieron adelante. Me situé frente al antiguo Hotel Aguilar del que no quedaba nada absolutamente en pie; un montón de escombros casi cerraba el paso y obstruía los desagües. Gentes de los barrios llegaban por todos lados, y referían como habían quedado sus respectivas localidades, y en que angustias habían pasado la noche. Arrabal, Taras, Quircot, Arenilla, Tejar, Tobosi, Aguacaliente, La Puebla, San Rafael, Tierra Blanca, Cot, Paraiso, todas las poblaciones dispersas por el extenso valle y por las faldas volcánicas, estaban en ruinas. No puede ser, me dije, y por el momento pensé que había mucha exageración en aquellas afirmaciones tan sombrías y desconsoladoras.

Llegue enseguida a la Plazoleta de San Nicolás, y cuando vi aquel precioso relicario, primer edificio gótico que se levantó en el país, y que apenas tenía unos 27 años, derrumbado hacia el frente, con los muros despedazados, y entrando la claridad de la alborada por la ojivas del hundido presbiterio, entonces comprendí que no había exageración en los deciros de los campesinos; sentí una fuerte opresión que hizo asomar las lágrimas a mis ojos, y perdí las esperanzas que abrigaba de que hubiese quedado habitable siguiera una parte de la ciudad. Fue hasta ese momento, cuando descorrido el velo mortuorio de las tinieblas, llegué a darme cuenta de la magnitud de aquel inaudito desastre, que arrasaba totalmente mi ciudad natal, la tranquila y amada ciudad de mis antepasados. Pensativo, y sin atreverme a avanzar, allí permanecí como clavado al suelo, sin poner atención a las preguntas, exclamaciones ni gritos de los transeúntes, hasta que vino la luz del día.

Mapa de las áreas de la ciudad de Cartago destruidas durante el terremoto del 4 de mayo de 1910.

Que amanecer tan memorable y aterrador el del 5 de mayo. La aurora, que es siempre un espectáculo sonriente, me parecía entonces una luz funeraria alumbrando los despojos de la muerte. Aquella tristísima alborada me produjo una impresión mil veces peor que la del terremoto mismo, que al fin y al cabo nos había dejado a todos semiinconscientes para podernos dar una idea clara de lo sucedido.

Llegué por fin al centro de la hermosa avenida central, frente a la Botica Pirie, y solo descubrí un horizonte de ruinas amontonadas unas sobre otras, y multitud de personas, que iban y venían con febril actividad o escarbaban con diligencia entre aquellos fragmentos de la ciudad martirizada. Distinguidas matronas, bellas señoritas, campesinas humildes, casi todas con sus vestidos cubiertos de lodo, se abrazaban con efusión, se comunicaban sus impresiones y daban rienda suelta a sus lamentos y a sus lágrimas, en forma tan conmovedora que hasta los extraños, que comenzaban a llegar de afuera, se quedaban atónitos y dejaban asomar el llanto a sus ojos. En medio de tanta tristeza sentía uno verdadera alegría cuando volvía a encontrar vivos a la mayor parte de sus semejantes, aunque antes hubiese sido indiferente. Así vi reconciliarse en la desgracias personas que por mucho tiempo no se habían cruzado una palabra, deponer sus odios mutuos y tratarse fraternalmente.
Seguí caminando y cuando me acerqué a mi casa, ya nada me sorprendió, pero si me quedé estupefacto al reconocer los sitios en que nos habíamos salvado milagrosamente todos los de mi hogar. Los departamentos contiguos a la calle, con excepción de mi oficina, colocados de este a oeste, habían caído completamente al sur; el resto de las habitaciones quedaron en pie, pero en un estado ruinoso. De mi modesto ajuar solo asomaban algunos muebles rotos, por entre el hacinamiento de cañas, maderas, tejas y terrones; por todas partes mis papeles dispersos, y las gallinas picoteando libremente en lo que antes fuera sala o dormitorio. Toda la vajilla y objetos de comedor, que estaban un poco a la vista, habían sido ya sustraídos por manos criminales. Igual cosa sucedió más tarde con algunas alhajas de mi esposa y otras prendas bien conocidas.

Pude conseguir un poco de leche caliente que llevar a mi familia, y a continuación me eché a andar por todos lados en busca de algunas provisiones con que calmar el hambre, particularmente de los niños. Difícilmente se conseguían algunas galletas y golosinas en aquellos establecimientos que no habían caído todo; los dueños de carnicerías repartían entre los primeros que llegaban, la existencia que tenían para la venta, y que se pudo sacar sin mucho trabajo en algunas partes. Cuando más tarde llegó el primer coche de San José con algunos sacos de pan, multitud de personas se todas clases y condiciones pugnaban por obtener siquiera un bollo. De nada valía a nadie traer dinero, porque no había que comprar ni quién vendiera. Y aquellos fueron momentos en que el espíritu caritativo resplandeció de modo admirable, aun entre los mismos damnificados, que procuraban socorrerse mutuamente con lo poco de que cada cual disponía.

Nadie mencionaba sus pérdidas materiales; y objetos de valor eran mirados con indiferencia por sus dueños, que tenían el pensamiento fijo en el propio dolor o en el ajeno por las irreparables pérdidas de vidas que ha sido lo más conmovedor de esta tragedia. El primer entierro con que me encontré en la calle, como a las seis de la mañana, fue el del apreciable padre de familia don Jesús Pacheco Cabezas. En seguida pasaba otro, y luego otro, en hombros de los deudos o amigos, y después…una funeral procesión en que los coches y carretas no se daban tregua, como tampoco se la daba la ambulancia en el acarreo de heridos y quebrados al kiosco central.

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lunes, 10 de marzo de 2014

El terremoto de Cartago y San José del 13 de abril de 1910



El terremoto de Cartago y San José del 13 de abril de 1910

Autor Gabriel Molina: Los últimos días de Cartago Páginas Ilustradas, Año VII, números 252 y 253, setiembre-octubre, 1910

Desde hace más de cinco lustros que vengo de tarde en tarde emborronando cuartillas, que andan por ahí en diarios y revistas, con pretensiones literarias unas, y con visos de información las otras, para esparcimiento de mis aficiones íntimas, aquellas, para cumplir con un deber de ciudadano, estas. Bien o mal, pero al servicio de una idea que he creído útil para lo porvenir, sin desdeñar los beneficios de lo presente, por algún tiempo di trabajo a la prensa, como corresponsal o cronista gratuito, pero nunca para relatar chismes de vecindad ni para maltratar reputaciones, sino para gozar con los triunfos de mi suelo, para llorar con sus tristezas, para ofrendar mi homenaje al mérito real y positivo, para rectificar apreciaciones injustas, para describir añejas costumbres y tradiciones o algún rincón apartado lleno de poesía, para combatir prejuicios disociadores, y atraerle, en cuanto fuese posible, una corriente no interrumpida de simpatía a la ciudad progenitora de la familia costarricense.

A ratos perdidos he esbozado esa labor, con verdadero placer, y hasta cierto punto, pagado del éxito de mi barata y desinteresada propaganda. Pero hoy, que trato de hilvanar siquera mis personales impresiones acerca de la espantosa catástrofe que ha enlutado nuestro tricolor pabellón, me siento perplejo y no acierto a dar forma al tropel de lúgubres escenas, que sin cesar desfilan por mi mente, como es un cinematógrafo dantesco y desordenado, como en una visión de dolor, cuyos perfiles no se esfuman ni con la realidad ni con el tiempo.

Efectivamente, no ha presenciado jamás Costa Rica una desgracia semejante a la que arruinó totalmente Cartago y a sus florecientes alrededores, hacia el anochecer del funesto 4 de mayo del corriente año. Da tristeza pensar que el esfuerzo humano, perseverante y meditado, se oponga la fuerza bruta de los elementos, que en un instante aniquila todos los empujes de la actividad y desconcierta a los sabios más sagaces y previsores. Contrista en verdad el ánimo del más indiferente, considerar que una ciudad histórica, cuna de la República y rueda importante del engranaje económico, social e intelectual tenga que estar siempre en abierta lucha con enemigos invencibles, pero que no por asoladores y arteros han logrado aún dominar las energías de aquel primitivo asiento del coloniaje español.

Erupciones volcánicas, quizá desde tiempos inmemorables, terremotos, inundaciones, epidemias diezmantes, opresiones políticas, todo lo ha soportado la antigua metrópoli, a intervalos relativamente cortos, y a veces en situaciones de la más angustiosa penuria. Por esos motivos muchos de sus hijos se han desbandado por todo el país desde mediados del siglo pasado, pero ha quedado allí siempre un núcleo vigoroso y pudiente, convencido de que el peligro se corre también en otros lugares, si no por las conmociones extraordinarias de la naturaleza, pro otros fenómenos más o menos ostensibles, que matan la iniciativa y el carácter, desamorizan del hogar y relajan el espíritu de independencia.

La azotada provincia ha tenido, pues, que rehacerse de sus descalabros varias veces, y de aquí nace ese ambiente de laboriosidad que allí se nota hasta entre los últimos campesinos, y ese vínculo de confraternidad que los ha hecho verdaderamente hermanos en los días de bonanza como en las épocas de prueba. Es un caso digno de atención, que después de cada desgracia, la ciudad de los iberos gobernadores se ha levantado más orgullosa que antes, sin que su contingente en el acervo nacional haya sido inferior al de sus obras hermanas, más favorecidas por la suerte.

Después del terremoto de 1841, que arruinó, con pocas pérdidas de vidas, una ciudad pobre, de calles irregulares, sucias y estrechas, y con un emplazamiento reducido, vino la nueva ciudad de calles amplias y rectas y con todas las facilidades para ensanche de la higiene, de la comodidad y el ornato. La agricultura centuplicó su ritmo de acción, y con la apertura del ferrocarril al Atlántico tuvo nuevos mercados que inundar con sus granos y legumbres; las pequeñas industrias vivían con desahogo; el comercio, animoso y floreciente, proveyó a la ciudad y sus barrios de todo lo necesario para la subsistencia y el confort; la instrucción pública tuvo su templo en el renombrado Colegio San Luis, que tantos hombres notables ha formado, y se difundió en otros palacios destinados a la enseñanza primaria; los distritos circunvecinos invertían sus reservas en cañerías, caminos, escuelas y mejoras de provecho; la beneficencia contaba con magníficos asilos para huérfanos y enfermos, unos ya terminados, y los otros en construcción; el fervor religioso de todo el país levantó en 1849 la nueva portada de la Basílica de Los Ángeles, el más visitado santuario de la República; además de suntuosas iglesias y modestas ermitas, el culto iba a tener, no muy tardado, un nuevo monumento granítico, sin rival en esta codiciada sección del istmo, con la secular Parroquia de Santiago; la administración local erigió su palacio sobre los viejos muros de la antigua Sala Capitular, su cárcel de fuertes murallas, y su cuartel, sólida y elegante fortaleza de piedra; las empresas nacionales y extranjeras tendieron redes de alambres para telégrafos, teléfonos y alumbrado eléctrico, aprovecharon como fuerza motriz las abundantes aguas que se desparramaban por el valle, construyeron espaciosos mercados, un higiénico matadero, estaciones de ferrocarril, hoteles y casas de alquiler; la ingeniería no estuvo ociosa, antes bien, atareada, haciendo acueductos para la excelente agua potable de Arriaz, mejorando caminos, dirigiendo puentes, macadamizando calles, trazando jardines públicos y saneando por completo la ciudad con un valioso alcantarillado, que lleva lejos del límite urbano y purifica en grandes estanques las aguas inmundas de la población; la Junta de Caridad embelleció y ensanchó el cementerio, convirtiendo aquel seno de la muerte en un lugar casi pintoresco y frecuentemente visitado; las edificaciones particulares se extendieron en todas las direcciones, apartándose muchas de ellas de la tradicional rutina, pero desgraciadamente sin las precauciones necesarias en un suelo blando, frecuentemente estremecido por los temblores; el oro de la filantropía de Andrés Carnegie, estaba coronado con soberbias estatuas de mármol, el severo Palacio de la Paz, destinado al uso exclusivo de la Corte de Justicia Centroamericana; una buena biblioteca, un modesto salón-teatro y un concurrido centro social, ofrecían campo a la investigación o al esparcimiento de la juventud en sus horas de descanso; multitud de familias extranjeras y constante inmigración de trabajadores del Canal de Panamá, atraídos por la benignidad del clima y por las inmejorables condiciones sanitarias, regocijaban con su charla expresiva las casas de huéspedes, los jardines y los paseos públicos, cuando no excitaban la curiosidad de los labriegos con cabalgatas en que las señoras ponían de relieve su despreocupación yankee como amazonas; las comunidades religiosas de Capuchinos, Salesianos, Belemitas y Hermanas de Caridad, se entregaban al cumplimiento de su misión dentro de sus respectivos asilos; una vida comunitaria y alegre, una corriente de simpatía social reemplazó al tradicional retraimiento, y por todas partes se notaba tal despertar de anhelos y de valiosos empeños, que pocos años más habrían bastado para hacer de Cartago con sus risueños y caprichosos paisajes una ciudad cosmopolita, con sobrados elementos de vida propia.

Vista Parcial de Cartago antes de los terremotos de 1910.
 
Desde 1887 y 1988, en que hubo extraordinaria animación y movimiento debido a los trabajos emprendidos del ferrocarril al Atlántico, baños termales de Bella Vista, hospicio de huérfanos, hospital, mercado, tranvía, matadero y alumbrado eléctrico, Cartago no había desplegado en estos últimos años. Tal era, a grandes rasgos, el aspecto que presentaba, ya rejuvenecida, la vieja ciudad de Vázquez de Coronado, cuando la última primavera comenzaba a perfumarla con esencias de los lejanos bosques y huetos de los jardines vecinos.            

Tan animada decoración cambió súbitamente en la noche del 12 al 13 de abril. Los violentos y repetidos temblores que se iniciaron aquella noche a las 12:37 a.m., y que tanta alarma produjeron en la capital y en todas las poblaciones del interior, hicieron mucho daño a los barrios de Los Ángeles, Hervidero, Tejar y Tobosi. La ciudad relativamente no sufrió mucho, pues los mayores desperfectos apenas eran visibles en las cornisas y en el ático de algunos edificios; en el derrumbamiento de un artístico grupo en concreto, que representaba el escudo de San Francisco, obra del escultor cartaginés don Juan Ramón Bonilla, colocada en la parte posterior del Convento de los Capuchinos; en el desplome de algunas torres y paredes; en las grietas longitudinales o en forma de X, que presentaban bastantes casas, y en el deslizamiento de la generalidad de los tejados, que dejaron los caballetes al descubierto.

El temblor del 13 de abril sobrevino a la 1:05 a.m. con dirección NO a SE, y 18 segundos de duración, por su intensidad y sus efectos fue un verdadero terremoto, cuyos mayores estragos se hicieron sentir en los principales edificios públicos de la capital. Desde aquel día el comercio se paralizó, lo mismo que la agricultura; las escuelas y colegios suspendieron sus tareas; los trabajos públicos de macadamización de calles, terminación de grandes estanques purificadores de las cloacas, construcción de pabellones del nuevo hospital, reparaciones interiores de algunos templos, preparativos para la colocación del techo de la Parroquia, ensanche de los talleres del Hospicio de Huérfanos y ornamentación del suntuoso Palacio de la Paz, todo quedó interrumpido. Muchas familias extranjeras que estaban de temporada, emigraron en seguida, y no se volvió a ver más que grupos de mujeres y niños con la intranquilidad dibujada en los semblantes, haciendo tertulia en las aceras, en los corredores, en las plazas y en los solares, y patrullas de hombres acarreando materiales, improvisando viviendas en aquellos sitios de menor peligro y trasegando ropas y trastos.

Nadie volvió a dormir dentro de su casa, sino bajo pabellones o en chozas de madera, en carretas cubiertas, junto a las cercas, o bajo cuatro palos apoyados en estacas y cubiertos con hierro acanalado, con un cuero, con hojas de plátano o de caña, o con un retazo de tela de cáñamo; todo, según las posibilidades de cada cual, en el centro de la población y en los suburbios.

En la capital había verdadero pánico, debido a los muchos edificios de dos pisos, al mal estado de muchas casas, a la estreches de las calles y a lo compacto de la población. La Junta de Socorros, que por disposición oficial comenzó a fungir en seguida, dedicó de preferencia su atención a San José, que parecía ser la ciudad más damnificada, y allí se distribuyeron bastantes materiales de construcción y alimentos para los necesitados.

La Compañía del Ferrocarril envió a Cartago unos veinte carros de carga, que fueron cedidos por la Comandancia de Plaza a algunas familias que no habían podido conseguir tiendas de campaña. A mí me tocó el vagón número 764, y aunque estaba lleno de basuras y despedía mal olor, después de desinfectado lo preferí a las carretas incómodas en que había tenido que pasar dos noches con mi familia, en el centro de una plaza.

La estación lluviosa se inicio en la tarde del 13 con un regular aguacero, después de un día muy caluroso, y esto empeoró la situación de todos, y particularmente la de los pobres, que dormían casi a la intemperie. Como los tejados, que poco antes ostentaban macollas de guarias florecidas, se habían escurrido, el agua hizo nuevos daños y acabó de falsear muchas paredes. Los templos permanecían cerrados, con excepción de El Carmen y La Soledad, que parecían estar buenos. Por las tardes los Padres Salesianos abrían capilla, qua hasta entonces no presentaban ninguna avería, y celebraban con los huérfanos sus oficios religiosos, a que concurrían bastantes vecinos  de El molino. El ruido del martillo se oía constantemente clavando planchas de hierro acanalado o armazones de madera. La banda militar había dejado de dar conciertos en el kiosco del Parque Central, porque en él se había instalado el señor magistrado de Honduras, Dr. Alberto Uclés, con su familia y varias otras de Cartago.

En todo lo restante del mes de abril no cesó de temblar con más o menos frecuencia, duración e intensidad. Ciertas trepidaciones o golpes instantáneos, que hacían crujir de un modo raro las vidrieras y artesanados, y que visiblemente aumentaban cada día las hendiduras y el desplome de multitud de habitaciones, hacían más desconsoladora la situación. Las observaciones sismográficas del Colegio San Luis Gonzaga, marcaban una dirección dominante de NW a SE, como de Ochomogo a Paraiso, sin que también dejaran de notarse ondas transmitidas en otras direcciones.              

El estado de ánimo de muchas personas o el prurito de alarmar, hizo que se mezclaran las noticias de fenómenos ciertos con otros puramente imaginarios. Algunos agricultores que araban en el bajo de Quercua, hacia el norte de la Quebrada del Fierro, notaron que el arado se hundía hasta la esteva en varios sitios, porque el suelo estaba muy removido y agrietado; vecinos del Tablón y de Tobosi avisaron al Gobernador que los ríos y manantiales de aquella localidad habían crecido de un momento a otro y tomado un color lechoso, que bien podría venir de los derrumbes que obstruyeran las cauces o de arcillas grises removidas en el fondo. Varios pobladores de Tierra Blanca anunciaron que el volcán Irazú presentaba gran actividad en el cráter nuevo, situado en el descenso de la cordillera, hacia el lado norte, y del cual se ha venido hablando bastante desde 1889, en que se comenzó a explorar por una comisión oficial. Del Paraíso dijeron que en el cerro de Santa Lucía, al este de dicha villa, había aparecido un cráter y que se oían grandes rumores subterráneos; esa noticia fue desmentida por don Anastasio Alfaro, que fue en persona a visitar aquella región. Del barrio de San Francisco, vino la nueva de que las aguas termales se habían interrumpido, cosa que sí no sucedió entonces, si se verificó algunos días después, sin duda por la conmoción subterránea que debe haber quebrado las capas minerales y obstruido los conductos por donde las aguas salían a la superficie. Otros afirmaban que en las inmediaciones del volcán Turrialba se habían hundido algunos terrenos con todo y ganados, lo cual no era cierto; y que en las cordilleras del sur se advertían algunas depresiones, hecho que tampoco era fácil de comprobar por la carencia de observaciones científicas anteriores a la crisis actual. Pero en resumen, todos estos decires conspiraban a un mismo fin: aumentar el sobresalto y hacer más general el público malestar.

Ninguna distracción venía a cambiar aquella situación angustiosa, y únicamente en las últimas tardes de abril y primeras de mayo, muy nubladas y frías, una compañía de preferencia, formada por jóvenes de sociedad, que se ensayaba para hacerle honores militares el 8 de mayo al nuevo Presidente, Licenciado Ricardo Jiménez Oreamuno, atraía grupos de curiosos a la Plaza Nueva.

La monotonía comenzaba a hacerse insoportable, principalmente por la noche. Al oscurecer, numerosas familias de todas condiciones cruzaban calles y plazas, con líos de ropa, cestas de provisiones u otros preparativos para pernoctar en las improvisadas barracas que daban a la ciudad el aspecto de un aduar. Una o dos horas más tarde, ya no había establecimientos abiertos, las calles estaban solitarias, las puertas y ventanas atrancadas, el interior de las habitaciones sin luz, por temor a los incendios, todo en un silencio sepulcral, interrumpido a veces por las estrepitosas risas de los que se entretenían en algunos corrillos, refiriendo cuentos alegres, o por los rezos de las personas devotas, que elevaban en coro sus oraciones a Dios.

La policía reforzada con algunos jóvenes voluntarios, rondaba con actividad, y de cuando en cuando hacia disparos para atemorizar a algunos malhechores, que pretendían saquear las habitaciones desamparadas, y que más tarde pusieron en práctica sus criminales instintos, cuando para ellos llegó la hora propicia, porque como dice un célebre pensador: “la desgracia tiene el singular privilegio de empeorar a los que no vuelve mejores”.

Como los temblores, aunque frecuentes, no causaban nuevos daños, muchas personas se fueron familiarizando con aquella prolongada y crítica situación, y otras, aburridas de aquella vida incómoda y antihigiénica en un lugar tan brumoso y frio, por la gran altura a que se encuentra sobre el nivel del mar, o enfermas por la humedad y la alteración de su régimen diario, se atrevieron desde los últimos días de abril a dormir con ciertas precauciones dentro de sus casas, no obstante que el Ingeniero Municipal, don Ramón Picado, había señalado exteriormente con una cruz amarilla, los edificios públicos y particulares que amenazaban ruina. Nadie esperaba los acontecimientos del fatal 4 de mayo de 1910.
             

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