domingo, 16 de marzo de 2014

El terremoto de Cartago del 4 de mayo de 1910 (Parte I)



El terremoto de Cartago del 4 de mayo de 1910 (Parte I)

Autor Gabriel Molina: Los últimos días de Cartago Páginas Ilustradas, Año VII, números 253 a 255, octubre-diciembre, 1910

El miércoles 4 de mayo hubo un recrudecimiento de las conmociones terrestres, que fueron ese día, funesto día de Santa Mónica, más frecuentes, y algunas de intensidad alarmante. La tarde se presentó apacible y despejada, una risueña tarde primaveral, que reanimó los decaídos ánimos, haciendo olvidar un poco los sustos y congojas del día. El crepúsculo iluminó con una luz rojiza y sanguinolenta las altas cimas del Irazú, y tiño por última vez de pálidos reflejos los altos campanarios. Muchas personas salieron de paseo por los corredores, otras se refugiaron temprano en sus provisionales dormitorios, y no pocas, por desgracia, habían entrado en compañía de las sirvientas a sacar ropas o dar algún alimento a sus niños antes de acostarlos.

Mi esposa y parte de mis hijos se disponían a salir de la casa para irse al carro de ferrocarril, cuando un hecho providencial los reunió a todos en un corredor angosto, frente a un jardincito; alguien tropezó con un frasco de olominas o pececillos de acequia, lo volcó, y todos se agruparon a recogerlas. En esa actitud estaban, cuando a las 6:50 p.m. sintieron un fuerte sacudimiento del suelo, que se levantó como una ola y bajó violentamente como si hubiese habido una explosión subterránea a poca profundidad. El formidable estruendo los atemorizó; quisieron ganar la salida por el zaguán, pero las paredes cerraron el paso, cayendo una sobre la otra; vieron un boquete de luz en un dormitorio, por allí se precipitaron gritando, asidos unos de otros y lograron pasar maquinalmente por el sobre el techo ya aplanado de aquel aposento y de la sala, hasta la calle, que estaba cubierta por montones de escombros. Todas las paredes habían caído en diferentes direcciones y solo el estrecho corredor había permanecido firme, como para proteger al amor y a la inocencia que allí estaban representados por mi esposa y por mis hijos más pequeños.

Sismograma del Terremoto de Cartago del 4 de mayo de 1910.

Yo me hallaba en esos momentos acostado, hacia la esquina de un cuarto independiente con puerta al exterior, y leía un periódico mientras salía la familia. Oí como la detonación de un rayo o de un cañonazo y sentí un golpe brusco por debajo de la tijereta que me levantó y me deslizó hacia afuera, boca arriba y con la cabeza hacia el sur, por una brecha que se abrió de alto abajo, exactamente detrás de mi cabecera. Simultáneamente la luz de un relámpago me permitió ver la furia con que eran lanzados los fragmentos de las paredes del cuarto a uno y otro lado, cuál se hubiese estallado allí una bomba de dinamita, y el vaivén del artesanado, que parecía venirse sobre mí, pero que afortunadamente recobró su centro de gravedad, no se hundió y quedó descansando sobre la puerta, casi doblada y sobre unos pilares de roble. Un golpe que había recibido en la cabeza me desconcentró un momento y al levantarme, sin tino, ya iba a entrar de nuevo al cuarto, cuando uno de mis hijos mayores, que ya venía en mi busca, después de haber puesto en salvo a la madre y a las hermanitas, me tiró fuertemente de un brazo y me arrastró hacia afuera.

Al untarnos bajó una densa polvareda que nos asfixiaba, atónitos y sin darnos cuenta exacta de lo que sucedía, noté que faltaban tres de mis hijos, pero todos se habían salvado milagrosamente y en seguida llegaron a reunírsenos. Sorprendió el terremoto al mayor, en la central eléctrica, donde los transformadores cayeron, no dándole tiempo más que para desconectar instintivamente el aparato y escapar por la pared del fondo, que se derrumbó hacia atrás, sobre la propiedad de don Jesús Pacheco Cabezas, a quién encontré ya muerto. Junto a la casa esquinera del ingeniero don Nicolás Chavarría M., casa sostenida por horcones y que no cayó, estaba mi hijo menor Jorge con otros compañeros, al sentir aquel movimiento extraordinario que no le permitía sostenerse en pie, se tendió en cruz sobre el suelo, hasta que logró incorporarse y partió en carrera, llorando, a buscarnos y abrazarnos. Y a una hija adoptiva, que regresaba de visitar a sus amigas, el vaivén la rechazó en el momento de entrar a la puerta de mi casa, y cayó fuera de la acera; intentó levantarse, pero la trepidación la hizo rodar hasta la mitad de la calle, sin que la alcanzasen los escombros, que saltaron simultáneamente hacia afuera. Además, se había salvado dentro de mi casa la cocinera, y en la calle un negrito sirviente, a quién encontré sano y alegre al siguiente día, inspeccionando ruinas, sin preocuparse por nada.

Repuesto un poco de la primera impresión, por de pronto yo no pensé en terremoto, pues se me figuró, por el inaudito ruido, y por la repentina claridad, que había percibido, que en mi casa debía haber caído un rayo y que en ninguna otra había desgracias que lamentar. Sugestionado por esa errónea idea, y apenas disipada un poco la sofocante nube de polvo, me encaminaba casi a tientas con los míos hacia la estación del ferrocarril, cuando vi hacia el lado norte abrirse la oscuridad, como en un surco de luz rojiza y cerrarse inmediatamente. Cruzaba en esos momentos, como del NE al SW, un bólido, que hizo pensar a algunos en una erupción del Irazú o del Turrialba, y a otros, en algún fenómeno atmosférico producido por la aproximación a la Tierra del temido cometa Halley. Este meteoro fue visto de casi todas las poblaciones de la meseta central, y por las aseveraciones de personas fidedignas, se cree que cayó en el Golfo de Nicoya, frente a Tivives.

Apenas se instaló de nuevo mi familia en su albergue rodante, comenzaron a llegar en tropel gentes de todas edades y condiciones, que huían horrorizadas, gritando desesperadamente, implorando misericordia, pidiendo auxilio y proclamando a voz en cuello los siniestros personales de que cada cual tenía conocimiento en su vecindad. Las mujeres, en su mayor parte accidentadas, pedían agua y no se conseguía. Hubimos de compartir nuestro alojamiento y unas escazas provisiones que se habían llevado allí durante el día, con más de diez personas extrañas que buscaban refugio, pues la lluvia comenzaba a desatarse sobre la muerta ciudad como un copioso llanto de la naturaleza después de su obra exterminadora.

Aquella espantosa lobreguez en que no se descubría una luz en el suelo, ni una estrella en la altura, crispaba los nervios hasta de las personas más serenas y equilibradas. Al clamor humano, que era un alarido desgarrador, se unían los aullidos de los perros, que corrían de acá para allá en busca de sus amos; el graznido de las aves que revoloteaban enloquecidas; el estruendo de los pesados muros y armazones que seguían derrumbándose poco a poco, pues la tierra prosiguió temblando fuerte a cada rato, durante toda la noche y el día siguiente, como si estuviera atacada de un escalofrío nervioso; y las voces de alarma de la policía para evitar que los transeúntes se enredasen en los alambres de la luz, caídos al suelo con todo y postes.

Cada cual se dedico desde el primer momento a auxiliar a sus deudos o allegados, y entre la oscuridad los grupos se cruzaban poseídos de una amistad indescriptible en el paroxismo de la desesperación. El trajín humano, semejaba el desorden de una colmena, cuando se derriba de un hachazo el árbol que la sustenta.

Las autoridades, en su aturdimiento, no hallaban que órdenes dar, ni quién las cumpliese como se debía en aquellos momentos. Los telégrafos y teléfonos quedaron rotos y abandonados, y nada se hizo para restablecer la interrumpida comunicación, de modo que el Gobierno y el resto del país, no supieron sino bastante tarde la desgracia, primero por un español que llegó de Cartago a comunicar la noticia al señor Presidente de la República, y luego por un mensaje del Lic. Don Luis Anderson, puesto desde Tres Ríos al Primer Magistrado.

Poco más tarde ya, supe la triste muerte de multitud de amigos y conocidos, y de bastantes sirvientas y niños que permanecían aterrados pues no había brazos suficientes ni herramientas, ni siquiera luz para orientarse en aquella confusión de ruinas. Centenares de heridos, de quebrados y contusos eran sacados a la mitad de la calle, y allí se dejaban mientras se acudía al socorro de otros más necesitados.

Como la cañería se había roto en varias partes, escaseaba para los reconcentrados en los cobertizos que había hecho de antemano la Junta de Socorros. En altas horas de la noche, la glorieta del Jardín Central estaba trasformada en Hospital de Sangre, y luego la Plaza de Armas se convirtió en una especie de “Spoliarium”,  a donde iban llegando en macabra procesión de todos lados, en hombros, en camillas, o sobre una hoja de puerta, las víctimas que habían perecido en la lucha desigual con los iracundos elementos. Allí se alineaban los cadáveres sobre el césped, algunos cubiertos por una sábana, otros sin ningún abrigo, muchos deformes e irreconocibles, materialmente aplastados, y gran parte sin lesión ninguna, pero amoratados y con el gesto de una agonía cruel producida por la asfixia.

Cuando pasadas las 3 de la mañana llegó a pié el señor Presidente de la República, Lic. Cleto González Víquez, acompañado del Presidente electo, don Ricardo Jiménez y de varios caballeros de la capital, hubo como una especie de desahogo, como un gran consuelo, al saberse que la metrópoli costarricense no había sufrido casi nada, y que los socorros no se harían esperar mucho, como así sucedió. Restablecida la comunicación telegráfica, cuya oficina se instaló en un carro de ferrocarril, por activos empleados venidos de la capital, el señor Presidente impartió sus órdenes, para socorrer a la damnificada población.

En aquella fatídica noche que se hacía interminable por la ansiedad con que todos esperábamos la luz del sol, es casi increíble como lograron muchas personas salvarse debajo de una mesa o de un mostrador, ni como pudieron otras tener la fortaleza necesaria para desaterrar a sus deudos, sin otro instrumento que el de sus propias manos. En aquella memorable noche, no hubo un momento de reposo ni para el espíritu ni para el cuerpo, de suerte que cuando al siguiente día comenzaron a llegar los primeros individuos de salvamento con provisiones y visiblemente conmovidos; y al ver la impavidez con que muchas personas iban y venían, llenas de lodo, con vestidos rotos y ensangrentados, y la indiferencia con que miraban todo, sin lanzar ni siquiera una queja, creyeron encontrar en los abatidos cartagineses únicamente seres idiotizados. NO, aquel decaimiento era el efecto natural del cansancio físico después de una faena abrumadora, del hambre, de la azarosa vigilia, y más que todo, del sufrimiento moral exacerbado por las fuertes emociones.

Poco antes de las cinco de la mañana, salí de la estación del ferrocarril con rumbo a mi casa, que estaba situada unos 300 metros al sur, y ya vi llegar de San José multitud de personas a caballo, resueltas a ponerse a las órdenes de alguien y a trabajar enseguida. Les indiqué en dónde podían encontrar al Gobernador don Arcadio Quirós, y siguieron adelante. Me situé frente al antiguo Hotel Aguilar del que no quedaba nada absolutamente en pie; un montón de escombros casi cerraba el paso y obstruía los desagües. Gentes de los barrios llegaban por todos lados, y referían como habían quedado sus respectivas localidades, y en que angustias habían pasado la noche. Arrabal, Taras, Quircot, Arenilla, Tejar, Tobosi, Aguacaliente, La Puebla, San Rafael, Tierra Blanca, Cot, Paraiso, todas las poblaciones dispersas por el extenso valle y por las faldas volcánicas, estaban en ruinas. No puede ser, me dije, y por el momento pensé que había mucha exageración en aquellas afirmaciones tan sombrías y desconsoladoras.

Llegue enseguida a la Plazoleta de San Nicolás, y cuando vi aquel precioso relicario, primer edificio gótico que se levantó en el país, y que apenas tenía unos 27 años, derrumbado hacia el frente, con los muros despedazados, y entrando la claridad de la alborada por la ojivas del hundido presbiterio, entonces comprendí que no había exageración en los deciros de los campesinos; sentí una fuerte opresión que hizo asomar las lágrimas a mis ojos, y perdí las esperanzas que abrigaba de que hubiese quedado habitable siguiera una parte de la ciudad. Fue hasta ese momento, cuando descorrido el velo mortuorio de las tinieblas, llegué a darme cuenta de la magnitud de aquel inaudito desastre, que arrasaba totalmente mi ciudad natal, la tranquila y amada ciudad de mis antepasados. Pensativo, y sin atreverme a avanzar, allí permanecí como clavado al suelo, sin poner atención a las preguntas, exclamaciones ni gritos de los transeúntes, hasta que vino la luz del día.

Mapa de las áreas de la ciudad de Cartago destruidas durante el terremoto del 4 de mayo de 1910.

Que amanecer tan memorable y aterrador el del 5 de mayo. La aurora, que es siempre un espectáculo sonriente, me parecía entonces una luz funeraria alumbrando los despojos de la muerte. Aquella tristísima alborada me produjo una impresión mil veces peor que la del terremoto mismo, que al fin y al cabo nos había dejado a todos semiinconscientes para podernos dar una idea clara de lo sucedido.

Llegué por fin al centro de la hermosa avenida central, frente a la Botica Pirie, y solo descubrí un horizonte de ruinas amontonadas unas sobre otras, y multitud de personas, que iban y venían con febril actividad o escarbaban con diligencia entre aquellos fragmentos de la ciudad martirizada. Distinguidas matronas, bellas señoritas, campesinas humildes, casi todas con sus vestidos cubiertos de lodo, se abrazaban con efusión, se comunicaban sus impresiones y daban rienda suelta a sus lamentos y a sus lágrimas, en forma tan conmovedora que hasta los extraños, que comenzaban a llegar de afuera, se quedaban atónitos y dejaban asomar el llanto a sus ojos. En medio de tanta tristeza sentía uno verdadera alegría cuando volvía a encontrar vivos a la mayor parte de sus semejantes, aunque antes hubiese sido indiferente. Así vi reconciliarse en la desgracias personas que por mucho tiempo no se habían cruzado una palabra, deponer sus odios mutuos y tratarse fraternalmente.
Seguí caminando y cuando me acerqué a mi casa, ya nada me sorprendió, pero si me quedé estupefacto al reconocer los sitios en que nos habíamos salvado milagrosamente todos los de mi hogar. Los departamentos contiguos a la calle, con excepción de mi oficina, colocados de este a oeste, habían caído completamente al sur; el resto de las habitaciones quedaron en pie, pero en un estado ruinoso. De mi modesto ajuar solo asomaban algunos muebles rotos, por entre el hacinamiento de cañas, maderas, tejas y terrones; por todas partes mis papeles dispersos, y las gallinas picoteando libremente en lo que antes fuera sala o dormitorio. Toda la vajilla y objetos de comedor, que estaban un poco a la vista, habían sido ya sustraídos por manos criminales. Igual cosa sucedió más tarde con algunas alhajas de mi esposa y otras prendas bien conocidas.

Pude conseguir un poco de leche caliente que llevar a mi familia, y a continuación me eché a andar por todos lados en busca de algunas provisiones con que calmar el hambre, particularmente de los niños. Difícilmente se conseguían algunas galletas y golosinas en aquellos establecimientos que no habían caído todo; los dueños de carnicerías repartían entre los primeros que llegaban, la existencia que tenían para la venta, y que se pudo sacar sin mucho trabajo en algunas partes. Cuando más tarde llegó el primer coche de San José con algunos sacos de pan, multitud de personas se todas clases y condiciones pugnaban por obtener siquiera un bollo. De nada valía a nadie traer dinero, porque no había que comprar ni quién vendiera. Y aquellos fueron momentos en que el espíritu caritativo resplandeció de modo admirable, aun entre los mismos damnificados, que procuraban socorrerse mutuamente con lo poco de que cada cual disponía.

Nadie mencionaba sus pérdidas materiales; y objetos de valor eran mirados con indiferencia por sus dueños, que tenían el pensamiento fijo en el propio dolor o en el ajeno por las irreparables pérdidas de vidas que ha sido lo más conmovedor de esta tragedia. El primer entierro con que me encontré en la calle, como a las seis de la mañana, fue el del apreciable padre de familia don Jesús Pacheco Cabezas. En seguida pasaba otro, y luego otro, en hombros de los deudos o amigos, y después…una funeral procesión en que los coches y carretas no se daban tregua, como tampoco se la daba la ambulancia en el acarreo de heridos y quebrados al kiosco central.

CONTINÚA EN LA SIGUIENTE ENTRADA.

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