El terremoto de Cartago y San José del 13 de abril de 1910
El terremoto de Cartago y
San José del 13 de abril de 1910
Autor Gabriel Molina: Los
últimos días de Cartago Páginas Ilustradas, Año VII, números 252 y 253,
setiembre-octubre, 1910
Desde hace más
de cinco lustros que vengo de tarde en tarde emborronando cuartillas, que andan
por ahí en diarios y revistas, con pretensiones literarias unas, y con visos de
información las otras, para esparcimiento de mis aficiones íntimas, aquellas,
para cumplir con un deber de ciudadano, estas. Bien o mal, pero al servicio de
una idea que he creído útil para lo porvenir, sin desdeñar los beneficios de lo
presente, por algún tiempo di trabajo a la prensa, como corresponsal o cronista
gratuito, pero nunca para relatar chismes de vecindad ni para maltratar
reputaciones, sino para gozar con los triunfos de mi suelo, para llorar con sus
tristezas, para ofrendar mi homenaje al mérito real y positivo, para rectificar
apreciaciones injustas, para describir añejas costumbres y tradiciones o algún
rincón apartado lleno de poesía, para combatir prejuicios disociadores, y
atraerle, en cuanto fuese posible, una corriente no interrumpida de simpatía a
la ciudad progenitora de la familia costarricense.
A ratos perdidos
he esbozado esa labor, con verdadero placer, y hasta cierto punto, pagado del
éxito de mi barata y desinteresada propaganda. Pero hoy, que trato de hilvanar
siquera mis personales impresiones acerca de la espantosa catástrofe que ha
enlutado nuestro tricolor pabellón, me siento perplejo y no acierto a dar forma
al tropel de lúgubres escenas, que sin cesar desfilan por mi mente, como es un
cinematógrafo dantesco y desordenado, como en una visión de dolor, cuyos
perfiles no se esfuman ni con la realidad ni con el tiempo.
Efectivamente,
no ha presenciado jamás Costa Rica una desgracia semejante a la que arruinó
totalmente Cartago y a sus florecientes alrededores, hacia el anochecer del
funesto 4 de mayo del corriente año. Da tristeza pensar que el esfuerzo humano,
perseverante y meditado, se oponga la fuerza bruta de los elementos, que en un
instante aniquila todos los empujes de la actividad y desconcierta a los sabios
más sagaces y previsores. Contrista en verdad el ánimo del más indiferente,
considerar que una ciudad histórica, cuna de la República y rueda importante
del engranaje económico, social e intelectual tenga que estar siempre en
abierta lucha con enemigos invencibles, pero que no por asoladores y arteros
han logrado aún dominar las energías de aquel primitivo asiento del coloniaje
español.
Erupciones
volcánicas, quizá desde tiempos inmemorables, terremotos, inundaciones,
epidemias diezmantes, opresiones políticas, todo lo ha soportado la antigua
metrópoli, a intervalos relativamente cortos, y a veces en situaciones de la
más angustiosa penuria. Por esos motivos muchos de sus hijos se han desbandado
por todo el país desde mediados del siglo pasado, pero ha quedado allí siempre
un núcleo vigoroso y pudiente, convencido de que el peligro se corre también en
otros lugares, si no por las conmociones extraordinarias de la naturaleza, pro
otros fenómenos más o menos ostensibles, que matan la iniciativa y el carácter,
desamorizan del hogar y relajan el espíritu de independencia.
La azotada
provincia ha tenido, pues, que rehacerse de sus descalabros varias veces, y de
aquí nace ese ambiente de laboriosidad que allí se nota hasta entre los últimos
campesinos, y ese vínculo de confraternidad que los ha hecho verdaderamente
hermanos en los días de bonanza como en las épocas de prueba. Es un caso digno
de atención, que después de cada desgracia, la ciudad de los iberos
gobernadores se ha levantado más orgullosa que antes, sin que su contingente en
el acervo nacional haya sido inferior al de sus obras hermanas, más favorecidas
por la suerte.
Después del
terremoto de 1841, que arruinó, con pocas pérdidas de vidas, una ciudad pobre,
de calles irregulares, sucias y estrechas, y con un emplazamiento reducido,
vino la nueva ciudad de calles amplias y rectas y con todas las facilidades
para ensanche de la higiene, de la comodidad y el ornato. La agricultura
centuplicó su ritmo de acción, y con la apertura del ferrocarril al Atlántico
tuvo nuevos mercados que inundar con sus granos y legumbres; las pequeñas
industrias vivían con desahogo; el comercio, animoso y floreciente, proveyó a
la ciudad y sus barrios de todo lo necesario para la subsistencia y el confort;
la instrucción pública tuvo su templo en el renombrado Colegio San Luis, que
tantos hombres notables ha formado, y se difundió en otros palacios destinados
a la enseñanza primaria; los distritos circunvecinos invertían sus reservas en
cañerías, caminos, escuelas y mejoras de provecho; la beneficencia contaba con
magníficos asilos para huérfanos y enfermos, unos ya terminados, y los otros en
construcción; el fervor religioso de todo el país levantó en 1849 la nueva
portada de la Basílica de Los Ángeles, el más visitado santuario de la
República; además de suntuosas iglesias y modestas ermitas, el culto iba a
tener, no muy tardado, un nuevo monumento granítico, sin rival en esta
codiciada sección del istmo, con la secular Parroquia de Santiago; la
administración local erigió su palacio sobre los viejos muros de la antigua
Sala Capitular, su cárcel de fuertes murallas, y su cuartel, sólida y elegante
fortaleza de piedra; las empresas nacionales y extranjeras tendieron redes de
alambres para telégrafos, teléfonos y alumbrado eléctrico, aprovecharon como
fuerza motriz las abundantes aguas que se desparramaban por el valle, construyeron
espaciosos mercados, un higiénico matadero, estaciones de ferrocarril, hoteles
y casas de alquiler; la ingeniería no estuvo ociosa, antes bien, atareada,
haciendo acueductos para la excelente agua potable de Arriaz, mejorando
caminos, dirigiendo puentes, macadamizando calles, trazando jardines públicos y
saneando por completo la ciudad con un valioso alcantarillado, que lleva lejos
del límite urbano y purifica en grandes estanques las aguas inmundas de la
población; la Junta de Caridad embelleció y ensanchó el cementerio,
convirtiendo aquel seno de la muerte en un lugar casi pintoresco y
frecuentemente visitado; las edificaciones particulares se extendieron en todas
las direcciones, apartándose muchas de ellas de la tradicional rutina, pero
desgraciadamente sin las precauciones necesarias en un suelo blando,
frecuentemente estremecido por los temblores; el oro de la filantropía de
Andrés Carnegie, estaba coronado con soberbias estatuas de mármol, el severo
Palacio de la Paz, destinado al uso exclusivo de la Corte de Justicia
Centroamericana; una buena biblioteca, un modesto salón-teatro y un concurrido
centro social, ofrecían campo a la investigación o al esparcimiento de la
juventud en sus horas de descanso; multitud de familias extranjeras y constante
inmigración de trabajadores del Canal de Panamá, atraídos por la benignidad del
clima y por las inmejorables condiciones sanitarias, regocijaban con su charla
expresiva las casas de huéspedes, los jardines y los paseos públicos, cuando no
excitaban la curiosidad de los labriegos con cabalgatas en que las señoras
ponían de relieve su despreocupación yankee como amazonas; las comunidades
religiosas de Capuchinos, Salesianos, Belemitas y Hermanas de Caridad, se
entregaban al cumplimiento de su misión dentro de sus respectivos asilos; una
vida comunitaria y alegre, una corriente de simpatía social reemplazó al
tradicional retraimiento, y por todas partes se notaba tal despertar de anhelos
y de valiosos empeños, que pocos años más habrían bastado para hacer de Cartago
con sus risueños y caprichosos paisajes una ciudad cosmopolita, con sobrados
elementos de vida propia.
Vista Parcial de Cartago antes de los terremotos de 1910. |
Desde 1887 y
1988, en que hubo extraordinaria animación y movimiento debido a los trabajos
emprendidos del ferrocarril al Atlántico, baños termales de Bella Vista,
hospicio de huérfanos, hospital, mercado, tranvía, matadero y alumbrado
eléctrico, Cartago no había desplegado en estos últimos años. Tal era, a
grandes rasgos, el aspecto que presentaba, ya rejuvenecida, la vieja ciudad de
Vázquez de Coronado, cuando la última primavera comenzaba a perfumarla con
esencias de los lejanos bosques y huetos de los jardines vecinos.
Tan animada
decoración cambió súbitamente en la noche del 12 al 13 de abril. Los violentos
y repetidos temblores que se iniciaron aquella noche a las 12:37 a.m., y que
tanta alarma produjeron en la capital y en todas las poblaciones del interior,
hicieron mucho daño a los barrios de Los Ángeles, Hervidero, Tejar y Tobosi. La
ciudad relativamente no sufrió mucho, pues los mayores desperfectos apenas eran
visibles en las cornisas y en el ático de algunos edificios; en el
derrumbamiento de un artístico grupo en concreto, que representaba el escudo de
San Francisco, obra del escultor cartaginés don Juan Ramón Bonilla, colocada en
la parte posterior del Convento de los Capuchinos; en el desplome de algunas
torres y paredes; en las grietas longitudinales o en forma de X, que
presentaban bastantes casas, y en el deslizamiento de la generalidad de los
tejados, que dejaron los caballetes al descubierto.
El temblor del
13 de abril sobrevino a la 1:05 a.m. con dirección NO a SE, y 18 segundos de
duración, por su intensidad y sus efectos fue un verdadero terremoto, cuyos
mayores estragos se hicieron sentir en los principales edificios públicos de la
capital. Desde aquel día el comercio se paralizó, lo mismo que la agricultura;
las escuelas y colegios suspendieron sus tareas; los trabajos públicos de
macadamización de calles, terminación de grandes estanques purificadores de las
cloacas, construcción de pabellones del nuevo hospital, reparaciones interiores
de algunos templos, preparativos para la colocación del techo de la Parroquia,
ensanche de los talleres del Hospicio de Huérfanos y ornamentación del suntuoso
Palacio de la Paz, todo quedó interrumpido. Muchas familias extranjeras que
estaban de temporada, emigraron en seguida, y no se volvió a ver más que grupos
de mujeres y niños con la intranquilidad dibujada en los semblantes, haciendo
tertulia en las aceras, en los corredores, en las plazas y en los solares, y
patrullas de hombres acarreando materiales, improvisando viviendas en aquellos
sitios de menor peligro y trasegando ropas y trastos.
Nadie volvió a
dormir dentro de su casa, sino bajo pabellones o en chozas de madera, en carretas
cubiertas, junto a las cercas, o bajo cuatro palos apoyados en estacas y
cubiertos con hierro acanalado, con un cuero, con hojas de plátano o de caña, o
con un retazo de tela de cáñamo; todo, según las posibilidades de cada cual, en
el centro de la población y en los suburbios.
En la capital
había verdadero pánico, debido a los muchos edificios de dos pisos, al mal
estado de muchas casas, a la estreches de las calles y a lo compacto de la
población. La Junta de Socorros, que por disposición oficial comenzó a fungir
en seguida, dedicó de preferencia su atención a San José, que parecía ser la
ciudad más damnificada, y allí se distribuyeron bastantes materiales de
construcción y alimentos para los necesitados.
La Compañía del
Ferrocarril envió a Cartago unos veinte carros de carga, que fueron cedidos por
la Comandancia de Plaza a algunas familias que no habían podido conseguir
tiendas de campaña. A mí me tocó el vagón número 764, y aunque estaba lleno de
basuras y despedía mal olor, después de desinfectado lo preferí a las carretas
incómodas en que había tenido que pasar dos noches con mi familia, en el centro
de una plaza.
La estación
lluviosa se inicio en la tarde del 13 con un regular aguacero, después de un
día muy caluroso, y esto empeoró la situación de todos, y particularmente la de
los pobres, que dormían casi a la intemperie. Como los tejados, que poco antes
ostentaban macollas de guarias florecidas, se habían escurrido, el agua hizo
nuevos daños y acabó de falsear muchas paredes. Los templos permanecían
cerrados, con excepción de El Carmen y La Soledad, que parecían estar buenos.
Por las tardes los Padres Salesianos abrían capilla, qua hasta entonces no presentaban
ninguna avería, y celebraban con los huérfanos sus oficios religiosos, a que
concurrían bastantes vecinos de El
molino. El ruido del martillo se oía constantemente clavando planchas de hierro
acanalado o armazones de madera. La banda militar había dejado de dar
conciertos en el kiosco del Parque Central, porque en él se había instalado el
señor magistrado de Honduras, Dr. Alberto Uclés, con su familia y varias otras
de Cartago.
En todo lo
restante del mes de abril no cesó de temblar con más o menos frecuencia,
duración e intensidad. Ciertas trepidaciones o golpes instantáneos, que hacían
crujir de un modo raro las vidrieras y artesanados, y que visiblemente
aumentaban cada día las hendiduras y el desplome de multitud de habitaciones,
hacían más desconsoladora la situación. Las observaciones sismográficas del
Colegio San Luis Gonzaga, marcaban una dirección dominante de NW a SE, como de
Ochomogo a Paraiso, sin que también dejaran de notarse ondas transmitidas en
otras direcciones.
El estado de
ánimo de muchas personas o el prurito de alarmar, hizo que se mezclaran las
noticias de fenómenos ciertos con otros puramente imaginarios. Algunos
agricultores que araban en el bajo de Quercua, hacia el norte de la Quebrada
del Fierro, notaron que el arado se hundía hasta la esteva en varios sitios,
porque el suelo estaba muy removido y agrietado; vecinos del Tablón y de Tobosi
avisaron al Gobernador que los ríos y manantiales de aquella localidad habían
crecido de un momento a otro y tomado un color lechoso, que bien podría venir
de los derrumbes que obstruyeran las cauces o de arcillas grises removidas en
el fondo. Varios pobladores de Tierra Blanca anunciaron que el volcán Irazú
presentaba gran actividad en el cráter nuevo, situado en el descenso de la
cordillera, hacia el lado norte, y del cual se ha venido hablando bastante desde
1889, en que se comenzó a explorar por una comisión oficial. Del Paraíso
dijeron que en el cerro de Santa Lucía, al este de dicha villa, había aparecido
un cráter y que se oían grandes rumores subterráneos; esa noticia fue
desmentida por don Anastasio Alfaro, que fue en persona a visitar aquella
región. Del barrio de San Francisco, vino la nueva de que las aguas termales se
habían interrumpido, cosa que sí no sucedió entonces, si se verificó algunos
días después, sin duda por la conmoción subterránea que debe haber quebrado las
capas minerales y obstruido los conductos por donde las aguas salían a la
superficie. Otros afirmaban que en las inmediaciones del volcán Turrialba se
habían hundido algunos terrenos con todo y ganados, lo cual no era cierto; y
que en las cordilleras del sur se advertían algunas depresiones, hecho que
tampoco era fácil de comprobar por la carencia de observaciones científicas
anteriores a la crisis actual. Pero en resumen, todos estos decires conspiraban
a un mismo fin: aumentar el sobresalto y hacer más general el público malestar.
Ninguna
distracción venía a cambiar aquella situación angustiosa, y únicamente en las
últimas tardes de abril y primeras de mayo, muy nubladas y frías, una compañía
de preferencia, formada por jóvenes de sociedad, que se ensayaba para hacerle
honores militares el 8 de mayo al nuevo Presidente, Licenciado Ricardo Jiménez
Oreamuno, atraía grupos de curiosos a la Plaza Nueva.
La monotonía
comenzaba a hacerse insoportable, principalmente por la noche. Al oscurecer,
numerosas familias de todas condiciones cruzaban calles y plazas, con líos de
ropa, cestas de provisiones u otros preparativos para pernoctar en las
improvisadas barracas que daban a la ciudad el aspecto de un aduar. Una o dos
horas más tarde, ya no había establecimientos abiertos, las calles estaban
solitarias, las puertas y ventanas atrancadas, el interior de las habitaciones
sin luz, por temor a los incendios, todo en un silencio sepulcral, interrumpido
a veces por las estrepitosas risas de los que se entretenían en algunos
corrillos, refiriendo cuentos alegres, o por los rezos de las personas devotas,
que elevaban en coro sus oraciones a Dios.
La policía
reforzada con algunos jóvenes voluntarios, rondaba con actividad, y de cuando
en cuando hacia disparos para atemorizar a algunos malhechores, que pretendían
saquear las habitaciones desamparadas, y que más tarde pusieron en práctica sus
criminales instintos, cuando para ellos llegó la hora propicia, porque como
dice un célebre pensador: “la desgracia tiene el singular privilegio de
empeorar a los que no vuelve mejores”.
Como los
temblores, aunque frecuentes, no causaban nuevos daños, muchas personas se
fueron familiarizando con aquella prolongada y crítica situación, y otras,
aburridas de aquella vida incómoda y antihigiénica en un lugar tan brumoso y
frio, por la gran altura a que se encuentra sobre el nivel del mar, o enfermas
por la humedad y la alteración de su régimen diario, se atrevieron desde los
últimos días de abril a dormir con ciertas precauciones dentro de sus casas, no
obstante que el Ingeniero Municipal, don Ramón Picado, había señalado
exteriormente con una cruz amarilla, los edificios públicos y particulares que
amenazaban ruina. Nadie esperaba los acontecimientos del fatal 4 de mayo de
1910.
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