lunes, 10 de marzo de 2014

El terremoto de Cartago y San José del 13 de abril de 1910



El terremoto de Cartago y San José del 13 de abril de 1910

Autor Gabriel Molina: Los últimos días de Cartago Páginas Ilustradas, Año VII, números 252 y 253, setiembre-octubre, 1910

Desde hace más de cinco lustros que vengo de tarde en tarde emborronando cuartillas, que andan por ahí en diarios y revistas, con pretensiones literarias unas, y con visos de información las otras, para esparcimiento de mis aficiones íntimas, aquellas, para cumplir con un deber de ciudadano, estas. Bien o mal, pero al servicio de una idea que he creído útil para lo porvenir, sin desdeñar los beneficios de lo presente, por algún tiempo di trabajo a la prensa, como corresponsal o cronista gratuito, pero nunca para relatar chismes de vecindad ni para maltratar reputaciones, sino para gozar con los triunfos de mi suelo, para llorar con sus tristezas, para ofrendar mi homenaje al mérito real y positivo, para rectificar apreciaciones injustas, para describir añejas costumbres y tradiciones o algún rincón apartado lleno de poesía, para combatir prejuicios disociadores, y atraerle, en cuanto fuese posible, una corriente no interrumpida de simpatía a la ciudad progenitora de la familia costarricense.

A ratos perdidos he esbozado esa labor, con verdadero placer, y hasta cierto punto, pagado del éxito de mi barata y desinteresada propaganda. Pero hoy, que trato de hilvanar siquera mis personales impresiones acerca de la espantosa catástrofe que ha enlutado nuestro tricolor pabellón, me siento perplejo y no acierto a dar forma al tropel de lúgubres escenas, que sin cesar desfilan por mi mente, como es un cinematógrafo dantesco y desordenado, como en una visión de dolor, cuyos perfiles no se esfuman ni con la realidad ni con el tiempo.

Efectivamente, no ha presenciado jamás Costa Rica una desgracia semejante a la que arruinó totalmente Cartago y a sus florecientes alrededores, hacia el anochecer del funesto 4 de mayo del corriente año. Da tristeza pensar que el esfuerzo humano, perseverante y meditado, se oponga la fuerza bruta de los elementos, que en un instante aniquila todos los empujes de la actividad y desconcierta a los sabios más sagaces y previsores. Contrista en verdad el ánimo del más indiferente, considerar que una ciudad histórica, cuna de la República y rueda importante del engranaje económico, social e intelectual tenga que estar siempre en abierta lucha con enemigos invencibles, pero que no por asoladores y arteros han logrado aún dominar las energías de aquel primitivo asiento del coloniaje español.

Erupciones volcánicas, quizá desde tiempos inmemorables, terremotos, inundaciones, epidemias diezmantes, opresiones políticas, todo lo ha soportado la antigua metrópoli, a intervalos relativamente cortos, y a veces en situaciones de la más angustiosa penuria. Por esos motivos muchos de sus hijos se han desbandado por todo el país desde mediados del siglo pasado, pero ha quedado allí siempre un núcleo vigoroso y pudiente, convencido de que el peligro se corre también en otros lugares, si no por las conmociones extraordinarias de la naturaleza, pro otros fenómenos más o menos ostensibles, que matan la iniciativa y el carácter, desamorizan del hogar y relajan el espíritu de independencia.

La azotada provincia ha tenido, pues, que rehacerse de sus descalabros varias veces, y de aquí nace ese ambiente de laboriosidad que allí se nota hasta entre los últimos campesinos, y ese vínculo de confraternidad que los ha hecho verdaderamente hermanos en los días de bonanza como en las épocas de prueba. Es un caso digno de atención, que después de cada desgracia, la ciudad de los iberos gobernadores se ha levantado más orgullosa que antes, sin que su contingente en el acervo nacional haya sido inferior al de sus obras hermanas, más favorecidas por la suerte.

Después del terremoto de 1841, que arruinó, con pocas pérdidas de vidas, una ciudad pobre, de calles irregulares, sucias y estrechas, y con un emplazamiento reducido, vino la nueva ciudad de calles amplias y rectas y con todas las facilidades para ensanche de la higiene, de la comodidad y el ornato. La agricultura centuplicó su ritmo de acción, y con la apertura del ferrocarril al Atlántico tuvo nuevos mercados que inundar con sus granos y legumbres; las pequeñas industrias vivían con desahogo; el comercio, animoso y floreciente, proveyó a la ciudad y sus barrios de todo lo necesario para la subsistencia y el confort; la instrucción pública tuvo su templo en el renombrado Colegio San Luis, que tantos hombres notables ha formado, y se difundió en otros palacios destinados a la enseñanza primaria; los distritos circunvecinos invertían sus reservas en cañerías, caminos, escuelas y mejoras de provecho; la beneficencia contaba con magníficos asilos para huérfanos y enfermos, unos ya terminados, y los otros en construcción; el fervor religioso de todo el país levantó en 1849 la nueva portada de la Basílica de Los Ángeles, el más visitado santuario de la República; además de suntuosas iglesias y modestas ermitas, el culto iba a tener, no muy tardado, un nuevo monumento granítico, sin rival en esta codiciada sección del istmo, con la secular Parroquia de Santiago; la administración local erigió su palacio sobre los viejos muros de la antigua Sala Capitular, su cárcel de fuertes murallas, y su cuartel, sólida y elegante fortaleza de piedra; las empresas nacionales y extranjeras tendieron redes de alambres para telégrafos, teléfonos y alumbrado eléctrico, aprovecharon como fuerza motriz las abundantes aguas que se desparramaban por el valle, construyeron espaciosos mercados, un higiénico matadero, estaciones de ferrocarril, hoteles y casas de alquiler; la ingeniería no estuvo ociosa, antes bien, atareada, haciendo acueductos para la excelente agua potable de Arriaz, mejorando caminos, dirigiendo puentes, macadamizando calles, trazando jardines públicos y saneando por completo la ciudad con un valioso alcantarillado, que lleva lejos del límite urbano y purifica en grandes estanques las aguas inmundas de la población; la Junta de Caridad embelleció y ensanchó el cementerio, convirtiendo aquel seno de la muerte en un lugar casi pintoresco y frecuentemente visitado; las edificaciones particulares se extendieron en todas las direcciones, apartándose muchas de ellas de la tradicional rutina, pero desgraciadamente sin las precauciones necesarias en un suelo blando, frecuentemente estremecido por los temblores; el oro de la filantropía de Andrés Carnegie, estaba coronado con soberbias estatuas de mármol, el severo Palacio de la Paz, destinado al uso exclusivo de la Corte de Justicia Centroamericana; una buena biblioteca, un modesto salón-teatro y un concurrido centro social, ofrecían campo a la investigación o al esparcimiento de la juventud en sus horas de descanso; multitud de familias extranjeras y constante inmigración de trabajadores del Canal de Panamá, atraídos por la benignidad del clima y por las inmejorables condiciones sanitarias, regocijaban con su charla expresiva las casas de huéspedes, los jardines y los paseos públicos, cuando no excitaban la curiosidad de los labriegos con cabalgatas en que las señoras ponían de relieve su despreocupación yankee como amazonas; las comunidades religiosas de Capuchinos, Salesianos, Belemitas y Hermanas de Caridad, se entregaban al cumplimiento de su misión dentro de sus respectivos asilos; una vida comunitaria y alegre, una corriente de simpatía social reemplazó al tradicional retraimiento, y por todas partes se notaba tal despertar de anhelos y de valiosos empeños, que pocos años más habrían bastado para hacer de Cartago con sus risueños y caprichosos paisajes una ciudad cosmopolita, con sobrados elementos de vida propia.

Vista Parcial de Cartago antes de los terremotos de 1910.
 
Desde 1887 y 1988, en que hubo extraordinaria animación y movimiento debido a los trabajos emprendidos del ferrocarril al Atlántico, baños termales de Bella Vista, hospicio de huérfanos, hospital, mercado, tranvía, matadero y alumbrado eléctrico, Cartago no había desplegado en estos últimos años. Tal era, a grandes rasgos, el aspecto que presentaba, ya rejuvenecida, la vieja ciudad de Vázquez de Coronado, cuando la última primavera comenzaba a perfumarla con esencias de los lejanos bosques y huetos de los jardines vecinos.            

Tan animada decoración cambió súbitamente en la noche del 12 al 13 de abril. Los violentos y repetidos temblores que se iniciaron aquella noche a las 12:37 a.m., y que tanta alarma produjeron en la capital y en todas las poblaciones del interior, hicieron mucho daño a los barrios de Los Ángeles, Hervidero, Tejar y Tobosi. La ciudad relativamente no sufrió mucho, pues los mayores desperfectos apenas eran visibles en las cornisas y en el ático de algunos edificios; en el derrumbamiento de un artístico grupo en concreto, que representaba el escudo de San Francisco, obra del escultor cartaginés don Juan Ramón Bonilla, colocada en la parte posterior del Convento de los Capuchinos; en el desplome de algunas torres y paredes; en las grietas longitudinales o en forma de X, que presentaban bastantes casas, y en el deslizamiento de la generalidad de los tejados, que dejaron los caballetes al descubierto.

El temblor del 13 de abril sobrevino a la 1:05 a.m. con dirección NO a SE, y 18 segundos de duración, por su intensidad y sus efectos fue un verdadero terremoto, cuyos mayores estragos se hicieron sentir en los principales edificios públicos de la capital. Desde aquel día el comercio se paralizó, lo mismo que la agricultura; las escuelas y colegios suspendieron sus tareas; los trabajos públicos de macadamización de calles, terminación de grandes estanques purificadores de las cloacas, construcción de pabellones del nuevo hospital, reparaciones interiores de algunos templos, preparativos para la colocación del techo de la Parroquia, ensanche de los talleres del Hospicio de Huérfanos y ornamentación del suntuoso Palacio de la Paz, todo quedó interrumpido. Muchas familias extranjeras que estaban de temporada, emigraron en seguida, y no se volvió a ver más que grupos de mujeres y niños con la intranquilidad dibujada en los semblantes, haciendo tertulia en las aceras, en los corredores, en las plazas y en los solares, y patrullas de hombres acarreando materiales, improvisando viviendas en aquellos sitios de menor peligro y trasegando ropas y trastos.

Nadie volvió a dormir dentro de su casa, sino bajo pabellones o en chozas de madera, en carretas cubiertas, junto a las cercas, o bajo cuatro palos apoyados en estacas y cubiertos con hierro acanalado, con un cuero, con hojas de plátano o de caña, o con un retazo de tela de cáñamo; todo, según las posibilidades de cada cual, en el centro de la población y en los suburbios.

En la capital había verdadero pánico, debido a los muchos edificios de dos pisos, al mal estado de muchas casas, a la estreches de las calles y a lo compacto de la población. La Junta de Socorros, que por disposición oficial comenzó a fungir en seguida, dedicó de preferencia su atención a San José, que parecía ser la ciudad más damnificada, y allí se distribuyeron bastantes materiales de construcción y alimentos para los necesitados.

La Compañía del Ferrocarril envió a Cartago unos veinte carros de carga, que fueron cedidos por la Comandancia de Plaza a algunas familias que no habían podido conseguir tiendas de campaña. A mí me tocó el vagón número 764, y aunque estaba lleno de basuras y despedía mal olor, después de desinfectado lo preferí a las carretas incómodas en que había tenido que pasar dos noches con mi familia, en el centro de una plaza.

La estación lluviosa se inicio en la tarde del 13 con un regular aguacero, después de un día muy caluroso, y esto empeoró la situación de todos, y particularmente la de los pobres, que dormían casi a la intemperie. Como los tejados, que poco antes ostentaban macollas de guarias florecidas, se habían escurrido, el agua hizo nuevos daños y acabó de falsear muchas paredes. Los templos permanecían cerrados, con excepción de El Carmen y La Soledad, que parecían estar buenos. Por las tardes los Padres Salesianos abrían capilla, qua hasta entonces no presentaban ninguna avería, y celebraban con los huérfanos sus oficios religiosos, a que concurrían bastantes vecinos  de El molino. El ruido del martillo se oía constantemente clavando planchas de hierro acanalado o armazones de madera. La banda militar había dejado de dar conciertos en el kiosco del Parque Central, porque en él se había instalado el señor magistrado de Honduras, Dr. Alberto Uclés, con su familia y varias otras de Cartago.

En todo lo restante del mes de abril no cesó de temblar con más o menos frecuencia, duración e intensidad. Ciertas trepidaciones o golpes instantáneos, que hacían crujir de un modo raro las vidrieras y artesanados, y que visiblemente aumentaban cada día las hendiduras y el desplome de multitud de habitaciones, hacían más desconsoladora la situación. Las observaciones sismográficas del Colegio San Luis Gonzaga, marcaban una dirección dominante de NW a SE, como de Ochomogo a Paraiso, sin que también dejaran de notarse ondas transmitidas en otras direcciones.              

El estado de ánimo de muchas personas o el prurito de alarmar, hizo que se mezclaran las noticias de fenómenos ciertos con otros puramente imaginarios. Algunos agricultores que araban en el bajo de Quercua, hacia el norte de la Quebrada del Fierro, notaron que el arado se hundía hasta la esteva en varios sitios, porque el suelo estaba muy removido y agrietado; vecinos del Tablón y de Tobosi avisaron al Gobernador que los ríos y manantiales de aquella localidad habían crecido de un momento a otro y tomado un color lechoso, que bien podría venir de los derrumbes que obstruyeran las cauces o de arcillas grises removidas en el fondo. Varios pobladores de Tierra Blanca anunciaron que el volcán Irazú presentaba gran actividad en el cráter nuevo, situado en el descenso de la cordillera, hacia el lado norte, y del cual se ha venido hablando bastante desde 1889, en que se comenzó a explorar por una comisión oficial. Del Paraíso dijeron que en el cerro de Santa Lucía, al este de dicha villa, había aparecido un cráter y que se oían grandes rumores subterráneos; esa noticia fue desmentida por don Anastasio Alfaro, que fue en persona a visitar aquella región. Del barrio de San Francisco, vino la nueva de que las aguas termales se habían interrumpido, cosa que sí no sucedió entonces, si se verificó algunos días después, sin duda por la conmoción subterránea que debe haber quebrado las capas minerales y obstruido los conductos por donde las aguas salían a la superficie. Otros afirmaban que en las inmediaciones del volcán Turrialba se habían hundido algunos terrenos con todo y ganados, lo cual no era cierto; y que en las cordilleras del sur se advertían algunas depresiones, hecho que tampoco era fácil de comprobar por la carencia de observaciones científicas anteriores a la crisis actual. Pero en resumen, todos estos decires conspiraban a un mismo fin: aumentar el sobresalto y hacer más general el público malestar.

Ninguna distracción venía a cambiar aquella situación angustiosa, y únicamente en las últimas tardes de abril y primeras de mayo, muy nubladas y frías, una compañía de preferencia, formada por jóvenes de sociedad, que se ensayaba para hacerle honores militares el 8 de mayo al nuevo Presidente, Licenciado Ricardo Jiménez Oreamuno, atraía grupos de curiosos a la Plaza Nueva.

La monotonía comenzaba a hacerse insoportable, principalmente por la noche. Al oscurecer, numerosas familias de todas condiciones cruzaban calles y plazas, con líos de ropa, cestas de provisiones u otros preparativos para pernoctar en las improvisadas barracas que daban a la ciudad el aspecto de un aduar. Una o dos horas más tarde, ya no había establecimientos abiertos, las calles estaban solitarias, las puertas y ventanas atrancadas, el interior de las habitaciones sin luz, por temor a los incendios, todo en un silencio sepulcral, interrumpido a veces por las estrepitosas risas de los que se entretenían en algunos corrillos, refiriendo cuentos alegres, o por los rezos de las personas devotas, que elevaban en coro sus oraciones a Dios.

La policía reforzada con algunos jóvenes voluntarios, rondaba con actividad, y de cuando en cuando hacia disparos para atemorizar a algunos malhechores, que pretendían saquear las habitaciones desamparadas, y que más tarde pusieron en práctica sus criminales instintos, cuando para ellos llegó la hora propicia, porque como dice un célebre pensador: “la desgracia tiene el singular privilegio de empeorar a los que no vuelve mejores”.

Como los temblores, aunque frecuentes, no causaban nuevos daños, muchas personas se fueron familiarizando con aquella prolongada y crítica situación, y otras, aburridas de aquella vida incómoda y antihigiénica en un lugar tan brumoso y frio, por la gran altura a que se encuentra sobre el nivel del mar, o enfermas por la humedad y la alteración de su régimen diario, se atrevieron desde los últimos días de abril a dormir con ciertas precauciones dentro de sus casas, no obstante que el Ingeniero Municipal, don Ramón Picado, había señalado exteriormente con una cruz amarilla, los edificios públicos y particulares que amenazaban ruina. Nadie esperaba los acontecimientos del fatal 4 de mayo de 1910.
             

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