domingo, 23 de marzo de 2014

El terremoto de Cartago del 4 de mayo de 1910 (Parte II)



El terremoto de Cartago del 4 de mayo de 1910 (Parte II)

Autor Gabriel Molina: Los últimos días de Cartago Páginas Ilustradas, Año VII, números 255 a 256, octubre, 1910

A las 8 a.m. del día 5, la más noble y leal ciudad, era una pequeña Babilonia; estaba a esa hora invadida por millares de personas que habían llegado de la capital y de otras provincias. Todos querían prestar sus servicios en la mejor forma posible, pero no había orden ni disciplina, y así cada cual se fue a donde pudo, y trabajó como quiso, a excepción de las cuadrillas que venían organizadas como la de carpinteros, que se dedicó a construir galerones en las plazas públicas, y la de zapadores a buscar personas aterradas, recoger heridos y contusos, limpiar caños y acequias para encausar de nuevo las aguas que inundaban las calles y solares, y a cegar los escusados de pozo. Con este esfuerzo se logró sacar todavía con alientos a muchos infelices que habían pasado la noche bajo los escombros.

A cada paso se presentaban los cuadros más horripilantes. Un arriero conducía una carretada de muertos, que en su mayoría eran niños y sirvientas, y como notase que un brazo iba arrastrando, se detuvo, y con la mayor impasibilidad lo ató con una cuerda de las paredes, y colocó encima un saco que se entregaba a mi presencia, con el cadáver de un niño mutilado. Un hombre taciturno que conducía en sus brazos otro niño muerto, envuelto en una sábana, cruzaba silencioso por entre el hormiguero humano, sin permitir que nadie le ayudase a llevar su carga, de que él no quería desprenderse hasta dejarla en el campo santo. Sobre un montón de piedras y de palos, un anciano rodeado de su esposa y de sus hijos, permanecía en muda contemplación de su derrumbada choza, y cuando le pregunté ¿Qué tal le había ido? Me contestó con la mayor sangre fría, como si se tratase de algo que no le importaba ¡solo perdí un hijo! Por las calles, obstruidas en varias partes, como si por allí hubiese pasado un torbellino arrasando casas y confundiendo hasta las señales de las propiedades, transitaban grupos con maletas, en busca de los trenes, para marcharse fuera de aquel teatro de desolación, sin cuidarse para nada de lo que dejaban atrás.

En la esquina noroeste del parque, varios trabajadores sacaban las mercancías de nuestro amigo don Felipe Martín y las amontonaban en el suelo, bajo los higuerones, mientras otros con febril empeño removían pesados bloques de calicanto, bajo los cuales estaba sepultado Alberto Alfaro, joven de ejemplar conducta y generalmente estimado por su índole suave y complaciente. En el patio de una casa, los vecinos forcejeaban por meter dentro del ataúd el cadáver rígido de un caballero, que presentaba la más angustiosa contracción de amargura en su amoratado semblante. El popular y muy estimado Comandante Coronel don Macario López Arias, mantenía con severidad el orden entre sus subalternos, disponía de lo necesario para la inhumación de los muertos que se habían llevado a la Plaza de Armas, atendía con solicitud a cuantos reclamaban sus auxilios, repartía herramientas y no se daba un momento de reposo. Aquél fue un empleado que estuvo a la altura de su deber en tan críticas circunstancias. Los ladrones que se cogieron infraganti, fueron maniatados y enviados a la capital, y lo mismo se hizo con los reos que estaban en la cárcel, los cuales salieron ilesos y fueron conducidos a pie hasta la Penitenciaria, por una guardia montada de paisanos voluntarios, que se hizo cargo de tan arriesgada comisión. El soldado Antonio Lázcares, fue el único muerto dentro de la cárcel. Se puede juzgar del pánico que se apoderó de los recluidos, por el hecho de no haberse fugado luego de que fueron sacados de los calabozos, donde la guardia habría sido insuficiente para contenerlos en campo abierto.
Cartago después del terremoto de 1910

Por su parte, el dignísimo cura, Dr. Don R. Ottón Castro, no solo prestaba su auxilio material a los damnificados, sino que andaba de aquí y de allá, consolando a los atribulados o dando a los moribundos los últimos auxilios espirituales. Como a su ministerio se presentaban muchos casos perentorios que resolver, apresuró los trámites del desposorio, y casó gratuitamente, en donde pudo, a multitud de parejas. En compañía suya, fui a ver a Rafael Ángel Troyo, que agonizaba dolorosamente en el kiosco, en donde se había instalado el Cuerpo Médico, formado por distinguidos facultativos de la capital y de la extinta ciudad. Allí se hacían con toda solicitud las primeras curas a numerosos heridos y fracturados, que llenaban el recinto con sus quejidos y sus lamentos.

Del hospital acababan de sacar muertos a varios asilados y a la abnegada hermana de caridad Sor Vicenta: ¡Los inválidos se habían salvado todos! Caprichos del destino, dirán unos, misterios de la providencia, exclamaban otros. Frente al hospicio de huérfanos, lloraban las religiosas Belemnitas la pérdida de algunas de sus compañeras y de varias niñas confiadas al celo y dirección de ellas. Otro tanto sucedía en el hospicio de varones, donde los padres salesianos lamentaban el fallecimiento de algunos hermanos y sirvientes, y de tres huérfanos, y se preparaban a marchar sin rumbo fijo con más de un centenar de niños, que miraban con horror aquel simpático asilo debido al humanitario desprendimiento de espíritus netamente cristianos. La Cruz Roja y el Cuerpo de Ingenieros trabajaban con plausible diligencia en la repartición de vendajes, hilos, medicinas provisionales, en la asistencia de los enfermos e inválidos, en la traslación de heridos a San José, y en el cumplimiento de las disposiciones acordadas tropa y familias desamparadas, cuidar la higiene y demoler inmediatamente los lugares más transitados lo que ofrecía inminente peligro para los transeúntes.

Durante las primeras horas de la mañana comencé a saber detalladamente multitud de casos trágicos que había ignorado toda la noche, y sentí como una especie de remordimiento de no haber podido estar en todos aquellos lugares donde me hubiese sido posible, con una obra piadosa de misericordia. Supe de un primo hermano desnucado en la acera de la Iglesia de San Francisco por un bloque de la cornisa o de la torre, y de una hermana de este infeliz, muerta en su propia casa por una pieza de madera. Simultáneamente se me avisó de otra prima que estaba moribunda y que al fin expiró en el hospital de San José, con una costilla rota, por sacar a un niño que se había quedado en el interior de la casa; y de mi cuñada Angélica Blanco de Zavaleta, que vivía en la calle del ferrocarril hacia el lado de Los Ángeles, y cuya tremenda desgracia es de lo más horroroso que registra la historia de esta catástrofe, como se verá a continuación.
Torre de la Iglesia del Carmen que cayó sobre la vía férrea.

Oigamos el sincero relato que la señora Blanco viuda de Zavaleta, hace ella misma de lo que sucedió aquella noche de siniestros recuerdos: Después del 13 de abril, dice, mi marido José Zavaleta y yo dispusimos a tomar en la sala de la casa a las 5:30 p.m. el té que acostumbrábamos a los 8 p.m., para poder así retirarnos más temprano al rancho provisional de otros miembros de la familia. Al anochecer el 4 de mayo, estábamos en el lugar dicho con nuestros hijos Claudia de 7 años, Hernán de 5, y un poco más adentro la sirviente María Pacheco con un niño, de cuatro meses, en los brazos. Aún no habíamos acabado de reposar nuestra bebida, cuando fuimos sorprendidos por el terrible sacudimiento. Aquello fue instantáneo; como empujados por un resorte, corrimos hasta la puerta de la calle que no distaba ni cinco pasos, yendo adelante Hernán que era sumamente nervioso, y el cuál juzgo que cayó fuera de la acera, y después de él todos nosotros.

No acierto a explicarme como fue la caída, pero sí cuando me sentí fue en el suelo, completamente aterrada, oyendo gritos desgarradores en ni derredor, y yo misma gritando con todas mis fuerzas, porque la pared del zaguán nos había caído encima. Yo estaba boca abajo con la mano derecha cerca de la cara, y sobre mi costado izquierdo cayó boca arriba mi esposo. Como me quedaba un poco libre el brazo de ese lado, podía perfectamente pasarle la mano sobre la espalda y tocar la cabecita de la niña, que estaba casi entre los dos. José me llamó unas cuantas veces por mi nombre, y me preguntó si estaba muy herida, y ambos a la vez no cesábamos de gritar para que nos sacaran de aquel martirio, pero nadie respondía a nuestros lamentos ni a nuestros ruegos. De los niños no oí más que un grito penetrante de pavor, que aun resuena en mi corazón.

Llamé a la niñita y como no me contestó, le acaricié la cabeza, y me dije: ¡Ya está muerta! Como el chiquitín salió tan presto adelante, me imaginé que estaría vivo, en la mitad de la calle y aunque le llamaba y no me respondía, abrigué la esperanza de que nada le había pasado y que se habría ido al rancho de la familia o algún otro punto de la vecindad. A toso esto, cada vez que oíamos gente repetíamos a grandes voces que vinieran en nuestro auxilio, más todo era en vano. A alguna persona le oí decir: espere ¡Ya Vamos!, y nada: guardamos un rato de silencio y oímos que de la casa vecina sacaban primero a una persona, y después a otra, y mientras tanto nosotros agonizábamos por la tardanza en socorrernos. Habrían pasado unas dos horas en tan terrible angustia, cuando oímos pasos, y con la fuerza de que éramos capaces nuevamente, que por Dios nos sacaran.

Se oían varias personas, tal vez tres o cuatro, y al llegar frente a la puerta donde nosotros estábamos, comenzaron a encender fósforos. ¿Qué es?, preguntó uno de ellos, ¡un niño!, dice el del fósforo, ¡he tropezado con él! ¡Sí, sí es un niño!, repetían los demás, quienes no cesaban de prender fósforos. ¡Pero está muerto!, ¡pobrecito! repetían en coro, ¡Sáquenlo!, les contestamos, ¡es hijo nuestro y nos lo llevan al rancho de enfrente, de don Santos León II!,  ¡aquí estamos otros más aterrados, ayúdennos!,  ¡si, ahora volvemos!,  nos contestaron, y se fueron enseguida, sin hacer nada. Noté que la voz de mi marido, al dirigir a aquellos hombres sus angustiosas súplicas, era cada vez más lánguida y apagada. Luego le oí quejarse; así permaneció un rato largo, le hablé y ya no me contestó. Pasé mi mano por su espalda y le repetí mi voz, pero ya no le volví a oír más. Comprendí que ya había muerto, y me dije: ¡Solo falto yo, esto no tardará mucho, que se haga la voluntad de Dios!,  nada me impresionaba la muerte, sabía que solo yo faltaba, y resignada esperaba mis últimos momentos. Lo único que deseaba era morir al aire libre, y no bajo aquella pesada masa de escombros. Pero era imposible, mi última esperanza se desvanecía. Las únicas voces humanas que se escuchaban eran la de mi cuñada María y la de su esposo Adolfo Rojas, que con tres hijos y la sirviente habían corrido la misma suerte que nosotros, con pared de por medio.

Como los sacudimientos de la tierra eran tan fuertes y tan seguidos, las maderas y vidrios crujían de un modo horrible, y los cuerpos pesados seguían cayendo con estrépito. Mientras tanto, nuestros cuerpos estaban más y más oprimidos, y apenas me quedaba con acción la mano derecha, con que procuraba medio limpiarme la cara, para quitarme algo que me estorbaba, y que supuse fuera ya el sudor de la muerte, pues a ninguna hora sentí que pudiera tener tan heridas mi cara y mi cabeza. Resuenan pasos, renace mi esperanza de morir al aire libre y con los auxilios necesarios, y grito a más no poder; pero no oían aquellas gentes de Dios, o no hacían caso; eso no lo sé.

Transcurrido un largo, muy largo rato, y de nuevo oí pasos como de una persona sola. Mi esperanza aún no se había debilitado del todo; quería morir, como dije, al aire libre y con los auxilios que nuestra santa religión ofrece. Grité y repetí mi súplica. ¡Voy para allá! Me contestó una voz varonil; ¡pero grite otra vez para saber donde está!, ¡aquí aquí! Le contesté con voz casi desfallecida, ¡va a esperar un momento porque yo solo nada puedo hacer y por ahí se oyen más personas aterradas!, ¡como que ya viene gente, son dos hombres, alto amigos, vengan en mi ayuda, que urge mucho, no podemos, vamos precisados!, contestan los transeúntes, ¡cómo, si no vienen inmediatamente los tiro, soy autoridad!, en medio de mi tribulación bendije aquella voz enérgica que venía en mi auxilio, y comprendí que, intimidados los pasajeros se acercaban a ayudar a un policial, que era quién nos requería. ¡Tome usted esta linterna! Le dice a uno en tono severo, y vengan pronto. ¡Tiembla, Santo Dios, Santo Fuerte!, ¡Espere espere!, ¡pero que les va a caer aquí, cobardes, si ya todo está caído! ¡Pasen pasen, grite otra vez señora, para fijar el sitio donde está usted! ¡Aquí estoy! Grite con suprema ansiedad.

Vista del kiosco

Sentí que comenzaban a remover y apartar los escombros, y cuando primeramente me descubrieron la cabeza y pude respirar con libertad, parecía que me hubiesen quitado de encima una montaña. ¡Pobrecita, ¿quién es usted señora?! Dijo el policial. ¡Angélica de Zavaleta! Le contesté. ¡¿Cómo?! ¡La señora de don José! ¡Sí señor, la misma! ¡Ah, sí está usted inconcebible, por el lodo y por la sangre de que está cubierta su cara! ¡Bueno, aquí a mi lado está él, lo sacan también si me hacen el favor! ¡Si señora, con mucho gusto, si está vivo! Continuaron apartando escombros, con las manos, y de pronto se detuvieron. ¡Tiembla, salgamos fuera, mientras pasa! dicen los peones. ¡No sean cobardes, esto precisa, la señora va a morir! Les replicaba el jefe. ¡Acerquen la luz; si, es verdad, aquí esta su esposo, pero está muerto, señora! ¡Aunque este muerto, sáquelo, y dos niños más que están aquí, y una sirviente que está gritando todavía un poco más adentro! ¡No señora, su esposo ya murió, y ahora vamos con los vivos que se oyen por ahí!

Cogí la cabeza de José para convencerme de si era o no cierto lo que se me decía, y como vi que no me engañaba, no sé lo que sentí. ¡Yo le sigo, por dicha, creo que moriré pronto!, les dije. ¡De verás, esta señora ya no tarda en morir!, repitieron todos a media voz. Luego, dos de ellos, con el mayor cuidado me colocaron en la línea férrea, mientras el tercero alumbraba con la linterna. ¡Aquí la dejamos!, me dijeron, vamos a socorrer a los otros que gritan. No muy tardado estaban allí con Adolfo, el esposo de mi cuñada María. Por último, sacaron a mi cocinera, muy herida pero con la niñita sana. ¡Aquí los dejamos mientras amanece, porque hay que ir a atender a otras víctimas, son pasadas las doce! ¡No no!, les contestamos a la vez, ¡llévennos a ese rancho de en frente, allí tenemos familia!, y añadí: ¡si llévenme pronto porque siento gran frío y además está lloviendo mucho, es una caridad, tráiganme agua, porque me muero de sed! El policial previsor sacó una media botella de vino y me ofreció un poquito para reanimarme. ¡Está bien, vamos a llevarlos!, repuso. En ese momento salían a nuestro encuentro don Santos y mi cuñada Luisa, quienes indicaron la senda que se podía seguir entre los escombros para llegar al rancho. Me colocaron en una cama, luego trajeron a Adolfo, y por último a mi sirviente con su niñita. Allí fui atendida esmeradamente por la familia que paso el resto de la noche poniéndome paños en las heridas. Mi suegra que vivía un poco retirada, y que ignoraba nuestra situación, llegó en la mañana. 

En seguida llegó mi cuñado don Ramón M. Quesada, lo mismo que el profesor don Alberto Brenes, y todos ellos se disputaban mi curación. Don Ramón al ver el estado en que me encontraba, inmediatamente salió en busca de médicos, y a poco rato volvió con el Dr. Dos Elías Rojas, quién ordenó que me trasladaran al kiosco para hacerme las primeras curas y de allí conducirme al Hospital San Juan de Dios de San José. Yo no pude ver, después de desaterrados, a ninguno de mi casa, y solo supe que el apreciable caballero don Juan Brenes A. se encargó de recoger los cadáveres y darles cristiana sepultura. ¡Dios se lo pague!

Hasta el hospital me acompaño mi sobrina Evangelina Quesada Blanco, y puedo decir que la travesía de Cartago a San José, se hizo eterna por los dolores que sentía, por la incomodidad y por los ayees de los otros heridos que iban en el mismo tren. Llegué a las 9 p.m. al hospital, donde fui recibida con maternal solicitud por la ejemplar y virtuosa hermana Sor Vicenta, la cual me hizo conducir a uno de los salones de cirugía. Los doctores Pupo y Cordero, desde el momento que me vieron, aunque no dieron esperanzas de vida, se tomaron el más alto y humanitario empeño por salvarme, y hoy, después de cuatro meses de asistencia médica, puedo decir que gracias a Dios y al poder de la ciencia, lo mismo que al generoso desprendimiento de todas las personas caritativas que se han interesado por mi desgracia, y para quienes mi gratitud será eterna, puedo contarme entre los sobrevivientes de la destruida ciudad de Cartago.

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