domingo, 13 de julio de 2014

El terremoto de Cartago del 4 de mayo de 1910 (Parte III)

El terremoto de Cartago del 4 de mayo de 1910 (Parte III)

Autor Gabriel Molina: Los últimos días de Cartago Páginas Ilustradas, Año VII, números 257 a 260, noviembre, 1910

El Cuerpo de Saneamiento se había dirigido desde temprano al Cementerio, que se encontraba en un estado lastimoso y de inminente peligro. Luego que ya dejé a mis hijos mayores con algunos amigos sacando, de entre las ruinas de mí casa, algunas ropas y objetos indispensables para instalarnos de cualquier manera en otro lugar, como a las 3 p.m. del 5, me fui maquinalmente siguiendo un carretón de muertos, porque deseaba llegar al Campo Santo a ver en qué estado había quedado la molesta tumba de mi familia. El arriero no supo darme noticia de quiénes eran aquellas víctimas, y solo me dijo “ya he echado varios viajes y no se a quienes llevo”.

Por todo el trayecto encontré afanosos grupos de jóvenes josefinos mezclados con nuestros artesanos, ayudando a la obra de salvamento y repartiendo víveres entre los necesitados. Algunos se habían convertido en curanderos y en plena calle lavaban heridas, ligaban piernas, aplicaban árnica y repartían drogas conocidas, de las que más se podían necesitar en aquellos momentos.

Al llegar al fúnebre reciento noté que nadie entraba por el portón general sino que todos seguían la calle de la Arenillas, donde había otra puerta para la entrada de materiales. La elegante fachada de estilo toscano estaba partida horizontalmente a unos tres metros del suelo, y desprendida la esquina del noroeste. Todas las tapias que cerraban la parte nueva habían caído a uno y otro lado. De aquel sitio se exhalaban malos olores, que los trabajadores procuraban atenuar derramando desinfectante en gran cantidad. Gentes de Taras, de la Arenilla y de San Rafael, abrían grandes zanjas e iban depositando en ellas todos aquellos muertos anónimos que no tenían quién se doliese de ellos, ni quién les hiciese una sepultura aparte de las demás. Allí iban juntos grandes y pequeños. Hombres y mujeres, amigos y enemigos, porque el rasero dejó entonces de ser una palabra convencional para convertirse en conmovedora realidad.

Cuando dirigí la mirada a la parte de mausoleos y construcciones elevadas de nichos, en que la materia inerte yacía alineada con regularidad, y vi que nada había escapado de la destrucción, un sentimiento de espanto y de piedad se apoderó de todas mis facultades. La cuadrilla dirigida por don Alfredo Anderson, se encargaba de arduo y penoso trabajo de volver a inhumar los cadáveres que habían sido echados fuera de las bóvedas; pero como el número era muy crecido y perentoria labor, se resolvió incinerar los esqueletos que estuviesen completamente secos.


Vistas del cementerio de Cartago después del terremoto del 4 de mayo de 1910


La hileras elevadas de los nichos de la parte occidental se habían desplomado completamente, y al quebrase aquella estantería de ladrillo, las lápidas saltaron en pedazos. El extremo sur de esta sección. Como si se hubiese desmoronado una peña, se había venido abajo con todos los restos humanos que encerraba. Entre el promontorio de ladrillos y de bloques de argamasa se veían algunos ataúdes enteros, otros medio deshechos, cráneos, losas y huesos sueltos. Había esqueletos en posiciones más caprichosas, y calaveras asomándose a la boca de las sepulturas. Por todos lados fragmentos de mármol con inscripciones, columnas rotas, ángeles, cruces y adornos funerarios desplazados, estatuas echadas boca abajo o de espaldas y casi todos los mausoleos rajados o hundidos por completo.

La piqueta demoledora de los sepultureros iba descubriendo el interior de las construcciones y arrastrando hacia la hoguera sin ninguna piedad, las osamentas de muchos seres queridos. Cuando yo llegué a aquel campo de tristeza ya habían sido sacados de su tumba particular e incinerados frente a la misma, los restos de mis amados padres y hermanos, sin que hubiese sido posible evitarlo en aquellos momentos de dolorosa actividad. Jamás me había imaginado yo semejante escena: Había visto aterrados a los vivos, pero no desenterrados a los muertos, ni menos reducidos a cenizas. Cuán honda fue la emoción que entonces llegué a sentir, solo puede figurársela quien tenga perennemente vivo amor filial para los que ya duermen el eterno sueño. Recogí los pedazos de lápidas y los pocos residuos que quedaban de mis deudos, y comencé  a recorrer aquella necrópolis derrumbada. Con el mimo rasero habían sido nivelados todos, así que el descansaba en sarcófago de mármol, como el que esperaba su resurrección bajo siete pies de tierra. Lo deleznable de aquel suelo arenoso, tantas veces removido, hizo que no resistieran al terremoto multitud de elegantes y sólidos mausoleos, tales como el de doña Anacleta Arnesto, don J. Ramón R. Troyo, familia Peralta, Padres Echavarría y Carazo, familia Espinach, y de otros muchos.

El monumento de la familia Jiménez Sancho se presentó un curioso fenómeno, que representa gráficamente los movimientos del suelo. Un hermoso ángel de mármol, colocado sobre un pedestal cuadrangular, fue levantado del centro, luego deslizado hacia la esquina sureste y por último hecho girar un cuarto, hasta quedar de frente al norte, mirando el temido Irazú en vez del poniente que antes miraba.

Varias capillas de elegante arquitectura en que había altarcitos con delicados adornos, se aplanaron sobre la cripta más o menos profunda en que descansaban. Traté de averiguar qué número de muertos por el terremoto habían sido ya sepultados y nadie supo darme noticia, porque ni las autoridades, ni el guardián, ni los particulares  pudieron llevar cuenta exacta de las víctimas. Entre los que han llegado de la ciudad y de los barrios, me dijo un peón, creo que pasan de quinientos, y probablemente hay muchos más que todavía no han sido sacados de las ruinas. Aquí habrá trabajo para varios días, porque hay que volver a enterrar o quemar tal vez más de ochocientos cadáveres que han quedado descubiertos con el temblor; y siguió trabajando con su piqueta.

Yo me retiré enseguida de aquel sitio de tantos y tantos caros recuerdos, con el alma profundamente contristada y embargada por las más sombrías reflexiones: ¡habíamos escapado ilesos todos los vivientes en mi casa, pero ninguno de nuestros muertos se había liberado de la profanación del terremoto!

A la salida miré de pasada un epitafio que decía: “Acuérdate hombre que eres polvo”, y aquella lúgubre inscripción conque tropezaba casualmente, vino a aumentar la intranquilidad de mi espíritu.

A mi regreso del cementerio comencé a observar la mitad occidental de la ciudad, que tan azotada había sido por la inundación del Reventado en 1891, y me llamó la atención encontrar hacia ese lado mayor número de casas en pie, que por otras partes de la ciudad, como el hecho de que la mortalidad hubiese sido allí insignificante comparada con la que hubo por Los Ángeles y parte sudeste, donde los muertos y contusos se contaban por centenares, por más que después de la dispersión de la ciudad no se haya podido hacer sino un recuento muy deficiente de las víctimas, debido a multitud de circunstancias de todos conocidas. Se me dijo que por El Caracol, hacia el pie del cerro de La Lima, la destrucción de casas había sido poca, como en el caserío de San Blas, entre La Cruz de Caravaca y San Rafael, y es de suponer que en esos lugares el subsuelo sea más firme que en el resto de la llanura.

Varios fotógrafos y corresponsales de periódicos con actividad plausible recogían datos y sorprendían cuadros terroríficos para su información. El trabajo principal no era encontrar asuntos sensacionales sino seleccionar de entre muchos que se presentaban a la vez, aquellos más interesantes.
Un joven en una calle de Cartago, contempla los cuerpos de su padre y dos hermanos.
En todas las calles y solares estaban amontonados los cofres, roperos, camas, sillas y cuantos objetos se habían podido sacar de las ruinas; y en los fogones puestos al aire libre las cocineras preparaban las escazas comidas de que se podían disponer. De la capital había llegado un refuerzo de policía de orden y seguridad que se encargó también de muchos trabajos de salvamento, pues la policía de Cartago, estaba casi en su totalidad cansada y ya no podía hacer más de lo que había hecho.

Hubo la buena idea de aprovechar el galerón central del Mercado para instalar la intendencia, que bajo la experta dirección de don Federico Mora, hombre sereno, enérgico y complaciente a la vez, prestó utilísimos servicios, que no podrán olvidar jamás los sobrevivientes de la desdichada ciudad, como tampoco podrán olvidar las manifestaciones de simpatía y de confraternidad de todos los visitantes, así nacionales como extranjeros, que no solo distribuyeron entre los necesitados abrigos y comestibles, sino que ofrecieron sus casas, sus haciendas y sus recursos personales para alojar lejos del teatro de la monstruosa hecatombe a las familias desamparadas, entre las cuales había bastantes , que la víspera habían tenido holgura, comunidad, lujo y abundancia en sus casas, y sin embargo se veían compelidas a aceptar los donativos de la caridad. ¡Qué vida!

Muchas personas todavía no habían podido ser halladas por sus deudos y se suponía que estuviesen aterradas, pero no era fácil averiguar en qué departamento de sus respectivas habitaciones pudo haberles sorprendido aquel espantoso sacudimiento, que no dio tiempo de huir ni de abrazar a los seres más amados para darles la postrera despedida. Hijos que buscaban a su madre, madres que buscaban a sus hijos, la viudez y la orfandad, el desamparo y la miseria, he ahí las escenas que a cada paso contristaban el alma hasta de los individuos menos impresionables.

La noticia de que todas las poblaciones del país, profundamente conmovidas por la terrible destrucción de la metrópoli colonial, rivalizaban por ofrecer su protección a los cartagineses, fue como un bálsamo restaurador para muchos seres atribulados, que no sabían a donde dirigirse para no presenciar más tanta desolación y tanto estrago.
Don Manuel de Jesús Jiménez, encargado del servicio de emigración, comenzó a disponer todo lo conducente para enviar familias a otras partes. En esa tarea le ayudaba don Zacarías García, que se ocupaba en dar los billetes de ferrocarril a las personas que los solicitaban. La estación y sus alrededores se encontraban llenos de equipajes y cada cuál quería salir por el primer tren que estuviera listo; pero había que darle preferencia a los heridos, los cuales eran enviados al Hospital de San Juan de Dios y al Edificio Metálico de San José.  

La empresa del Ferrocarril prestó importantes servicios en el acarreo de trabajadores y de comestibles y en el transporte de los damnificados a otros lugares más tranquilos del país. Como al caer la torre del Carmen sobre la línea, frente al Hotel Siglo XX, la Compañía puso una cuadrilla de peones que no cesó de trabajar durante toda la noche del 5, tendiendo una línea de rieles provisional, mientras se podía despedazar el gran bloque de calicanto que estaba atravesado en mitad de la vía, y que había hundido el suelo casi un metro. Todos los otros desperfectos de la línea fueron arreglados con prontitud.

El correo y el telégrafo, instalados en carros de carga frente a la bodega del Ferrocarril, estaban materialmente abrumados de trabajo: de todas partes llovían centenares de telegramas y de cartas, que en su mayor parte, no llegaron a manos de los destinatarios, pues no era posible que aquella Babel, hubiese mensajeros capaces de encontrar a las personas que se buscaban: todos habían cambiado de residencia y no se sabía bajo que rancho o tienda de campaña estaba cada cual.

Ya por la tarde había llegado una gran cantidad de medicinas, que se repartían gratis a todos los que las solicitaban en el kiosco central. Hacia el anochecer se encontró a algunas personas muertas de inacción, seguramente, pues no presentaban heridas ni contusiones de ningún género. Los entierros se estos desgraciados pasaban en silencio, apenas alumbrados por una mala linterna. Al día siguiente, esto es el 6, la Botica Francesa había enviado un carro de medicamentos, vendas, hilas, biberones para niños, etc., al cuidado de empleados propios de la casa, entre los cuales tuve el gusto de ver a los estimables jóvenes Licenciado don Indalecio Saénz Pacheco y don Tito Chaverri, que con el mayor orden, esmero y solicitud  distribuían entre los necesitados las drogas que pedían.

Cuando oscureció, mucha gente del centro y de los alrededores había abandonado la ciudad y se había marchado para San José o para diferentes lugares de la zona atlántica. Lo  mismo hicieron casi todos los visitantes, porque no había los víveres que habían llegado, no bastaban para alimentar una gran población que sentía los crujidos del hambre.

La mayor necesidad indudablemente estaba en el Paraíso y en los barrios de Cartago, pues hasta allí no llegaban los auxilios tan pronto como se habría deseado ni en cantidad suficiente. De algunos edificios públicos como el Matadero y el Hospital, y de algunas empresas particulares como la Planta Eléctrica, lo mismo que de varias propiedades, el público arrancaba sin ningún reparo las planchas de hierro acanalado para improvisarse una mala vivienda, que por lo general se colocaba en los patios o solares o en aquellos pedazos d calle que no habían quedado muy obstruidos por los escombros. Pero daba verdadera lástima ver los centenares de gentes en la mayor miseria, sin un pedazo de gangoche siquiera, con que resguardarse del frío y sin hallar donde tomar ni una taza de café, después de tanta angustia y tanta privación.
Cuando oscureció completamente, volvió a reinar aquel silencio aterrador de otros días, y todos nos refugiamos en nuestros vagones o ranchos a comentar lo que habíamos visto y a comunicarnos, ya un poco más serenos, nuestras respectivas impresiones. ¿Qué casas quedan en pie, fuera del quiosco y de las estaciones y bodegas del ferrocarril, que no ofrezcan ningún peligro?, pregunté a uno de mis hijos, quedan, me dijo, las casas de madera de don Nazario castro, don Felipe Martín, la refresquería de don Pío Acuña y la casa de don Juan R. Mata en la hacienda El Molino. Además las piezas de bahareque llamadas El Mesón, de don Valerio Coto, donde los chinos han estado cocinando toda la noche anterior; y algunas casas de ladrillo como las de don Ricardo Jiménez, de don Quinto Vaglio, de don Francisco Peña, del Doctor don Alejandro Pirie y de don Serafín Saravia. Hay también muchas casas de horcones, aunque bastante deterioradas e inclinadas, hasta formar rombos en las puertas y ventanas, pero dentro de ellas no ha muerto ninguna persona, y se ha logrado sacar todos los muebles. El Bazar de los Hermanos Rivera, permanece en pie, pero dentro se dice que tiene grandes averías. Las casas de adobes, de ladrillo y de calicanto son las que han causado los mayores estragos.
    

Todos estábamos materialmente cansados, pero nadie sentía sueño: había por lo general una sobrexcitación nerviosa, que daba a los semblantes un aspecto de locura, con los ojos inyectados y los labios convulsos. Los rezos y las plegarias de gente arrodillada en media calle, a nadie llamaban la atención. Los gritos inconsolables de los que habían perdido algún pariente, se oían como quien oye llover; aquello ya no tenía remedio, y había que pensar en afrontar las consecuencias del desastre, que tenían por fuerza, que hacerse sentir de varios modos, no solo en la provincia sacrificada, sino en todo el resto de la República, que no podía permanecer indiferente ante tanta desgracia y tanto dolor. ¡Qué ejemplo de confraternidad más noble y más hermosa dio en esta ocasión Costa Rica!

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