El terremoto de Cartago del 4 de mayo de 1910 (Parte III)
El terremoto de Cartago del
4 de mayo de 1910 (Parte III)
Autor Gabriel Molina: Los
últimos días de Cartago Páginas Ilustradas, Año VII, números 257 a 260, noviembre,
1910
El Cuerpo de Saneamiento se había dirigido desde temprano al Cementerio,
que se encontraba en un estado lastimoso y de inminente peligro. Luego que ya
dejé a mis hijos mayores con algunos amigos sacando, de entre las ruinas de mí
casa, algunas ropas y objetos indispensables para instalarnos de cualquier
manera en otro lugar, como a las 3 p.m. del 5, me fui maquinalmente siguiendo
un carretón de muertos, porque deseaba llegar al Campo Santo a ver en qué
estado había quedado la molesta tumba de mi familia. El arriero no supo darme
noticia de quiénes eran aquellas víctimas, y solo me dijo “ya he echado varios
viajes y no se a quienes llevo”.
Por todo el trayecto encontré afanosos grupos de jóvenes josefinos
mezclados con nuestros artesanos, ayudando a la obra de salvamento y
repartiendo víveres entre los necesitados. Algunos se habían convertido en
curanderos y en plena calle lavaban heridas, ligaban piernas, aplicaban árnica
y repartían drogas conocidas, de las que más se podían necesitar en aquellos
momentos.
Al llegar al fúnebre reciento noté que nadie entraba por el portón
general sino que todos seguían la calle de la Arenillas, donde había otra
puerta para la entrada de materiales. La elegante fachada de estilo toscano
estaba partida horizontalmente a unos tres metros del suelo, y desprendida la
esquina del noroeste. Todas las tapias que cerraban la parte nueva habían caído
a uno y otro lado. De aquel sitio se exhalaban malos olores, que los
trabajadores procuraban atenuar derramando desinfectante en gran cantidad.
Gentes de Taras, de la Arenilla y de San Rafael, abrían grandes zanjas e iban
depositando en ellas todos aquellos muertos anónimos que no tenían quién se
doliese de ellos, ni quién les hiciese una sepultura aparte de las demás. Allí
iban juntos grandes y pequeños. Hombres y mujeres, amigos y enemigos, porque el
rasero dejó entonces de ser una palabra convencional para convertirse en
conmovedora realidad.
Cuando dirigí la mirada a la parte de mausoleos y construcciones
elevadas de nichos, en que la materia inerte yacía alineada con regularidad, y
vi que nada había escapado de la destrucción, un sentimiento de espanto y de
piedad se apoderó de todas mis facultades. La cuadrilla dirigida por don
Alfredo Anderson, se encargaba de arduo y penoso trabajo de volver a inhumar
los cadáveres que habían sido echados fuera de las bóvedas; pero como el número
era muy crecido y perentoria labor, se resolvió incinerar los esqueletos que
estuviesen completamente secos.
Vistas del cementerio de Cartago después del terremoto del 4 de mayo de 1910 |
La hileras elevadas de los nichos de la parte occidental se habían
desplomado completamente, y al quebrase aquella estantería de ladrillo, las
lápidas saltaron en pedazos. El extremo sur de esta sección. Como si se hubiese
desmoronado una peña, se había venido abajo con todos los restos humanos que
encerraba. Entre el promontorio de ladrillos y de bloques de argamasa se veían
algunos ataúdes enteros, otros medio deshechos, cráneos, losas y huesos
sueltos. Había esqueletos en posiciones más caprichosas, y calaveras asomándose
a la boca de las sepulturas. Por todos lados fragmentos de mármol con
inscripciones, columnas rotas, ángeles, cruces y adornos funerarios
desplazados, estatuas echadas boca abajo o de espaldas y casi todos los
mausoleos rajados o hundidos por completo.
La piqueta demoledora de los sepultureros iba descubriendo el interior
de las construcciones y arrastrando hacia la hoguera sin ninguna piedad, las
osamentas de muchos seres queridos. Cuando yo llegué a aquel campo de tristeza
ya habían sido sacados de su tumba particular e incinerados frente a la misma,
los restos de mis amados padres y hermanos, sin que hubiese sido posible
evitarlo en aquellos momentos de dolorosa actividad. Jamás me había imaginado
yo semejante escena: Había visto aterrados a los vivos, pero no desenterrados a
los muertos, ni menos reducidos a cenizas. Cuán honda fue la emoción que
entonces llegué a sentir, solo puede figurársela quien tenga perennemente vivo
amor filial para los que ya duermen el eterno sueño. Recogí los pedazos de
lápidas y los pocos residuos que quedaban de mis deudos, y comencé a recorrer aquella necrópolis derrumbada. Con
el mimo rasero habían sido nivelados todos, así que el descansaba en sarcófago
de mármol, como el que esperaba su resurrección bajo siete pies de tierra. Lo
deleznable de aquel suelo arenoso, tantas veces removido, hizo que no
resistieran al terremoto multitud de elegantes y sólidos mausoleos, tales como
el de doña Anacleta Arnesto, don J. Ramón R. Troyo, familia Peralta, Padres
Echavarría y Carazo, familia Espinach, y de otros muchos.
El monumento de la familia Jiménez Sancho se presentó un curioso
fenómeno, que representa gráficamente los movimientos del suelo. Un hermoso
ángel de mármol, colocado sobre un pedestal cuadrangular, fue levantado del
centro, luego deslizado hacia la esquina sureste y por último hecho girar un
cuarto, hasta quedar de frente al norte, mirando el temido Irazú en vez del
poniente que antes miraba.
Varias capillas de elegante arquitectura en que había altarcitos con
delicados adornos, se aplanaron sobre la cripta más o menos profunda en que descansaban.
Traté de averiguar qué número de muertos por el terremoto habían sido ya
sepultados y nadie supo darme noticia, porque ni las autoridades, ni el guardián,
ni los particulares pudieron llevar cuenta
exacta de las víctimas. Entre los que han llegado de la ciudad y de los
barrios, me dijo un peón, creo que pasan de quinientos, y probablemente hay
muchos más que todavía no han sido sacados de las ruinas. Aquí habrá trabajo
para varios días, porque hay que volver a enterrar o quemar tal vez más de
ochocientos cadáveres que han quedado descubiertos con el temblor; y siguió
trabajando con su piqueta.
Yo me retiré enseguida de aquel sitio de tantos y tantos caros
recuerdos, con el alma profundamente contristada y embargada por las más sombrías
reflexiones: ¡habíamos escapado ilesos todos los vivientes en mi casa, pero
ninguno de nuestros muertos se había liberado de la profanación del terremoto!
A la salida miré de pasada un epitafio que decía: “Acuérdate hombre que
eres polvo”, y aquella lúgubre inscripción conque tropezaba casualmente, vino a
aumentar la intranquilidad de mi espíritu.
A mi regreso del cementerio comencé a observar la mitad occidental de la
ciudad, que tan azotada había sido por la inundación del Reventado en 1891, y
me llamó la atención encontrar hacia ese lado mayor número de casas en pie, que
por otras partes de la ciudad, como el hecho de que la mortalidad hubiese sido
allí insignificante comparada con la que hubo por Los Ángeles y parte sudeste,
donde los muertos y contusos se contaban por centenares, por más que después de
la dispersión de la ciudad no se haya podido hacer sino un recuento muy
deficiente de las víctimas, debido a multitud de circunstancias de todos
conocidas. Se me dijo que por El Caracol, hacia el pie del cerro de La Lima, la
destrucción de casas había sido poca, como en el caserío de San Blas, entre La
Cruz de Caravaca y San Rafael, y es de suponer que en esos lugares el subsuelo
sea más firme que en el resto de la llanura.
Varios fotógrafos y corresponsales de periódicos con actividad plausible
recogían datos y sorprendían cuadros terroríficos para su información. El
trabajo principal no era encontrar asuntos sensacionales sino seleccionar de
entre muchos que se presentaban a la vez, aquellos más interesantes.
Un joven en una calle de Cartago, contempla los cuerpos de su padre y dos hermanos. |
En todas las calles y solares estaban amontonados los cofres, roperos,
camas, sillas y cuantos objetos se habían podido sacar de las ruinas; y en los
fogones puestos al aire libre las cocineras preparaban las escazas comidas de
que se podían disponer. De la capital había llegado un refuerzo de policía de
orden y seguridad que se encargó también de muchos trabajos de salvamento, pues
la policía de Cartago, estaba casi en su totalidad cansada y ya no podía hacer
más de lo que había hecho.
Hubo la buena idea de aprovechar el galerón central del Mercado para
instalar la intendencia, que bajo la experta dirección de don Federico Mora,
hombre sereno, enérgico y complaciente a la vez, prestó utilísimos servicios,
que no podrán olvidar jamás los sobrevivientes de la desdichada ciudad, como
tampoco podrán olvidar las manifestaciones de simpatía y de confraternidad de
todos los visitantes, así nacionales como extranjeros, que no solo
distribuyeron entre los necesitados abrigos y comestibles, sino que ofrecieron
sus casas, sus haciendas y sus recursos personales para alojar lejos del teatro
de la monstruosa hecatombe a las familias desamparadas, entre las cuales había
bastantes , que la víspera habían tenido holgura, comunidad, lujo y abundancia
en sus casas, y sin embargo se veían compelidas a aceptar los donativos de la
caridad. ¡Qué vida!
Muchas personas todavía no habían podido ser halladas por sus deudos y
se suponía que estuviesen aterradas, pero no era fácil averiguar en qué
departamento de sus respectivas habitaciones pudo haberles sorprendido aquel
espantoso sacudimiento, que no dio tiempo de huir ni de abrazar a los seres más
amados para darles la postrera despedida. Hijos que buscaban a su madre, madres
que buscaban a sus hijos, la viudez y la orfandad, el desamparo y la miseria,
he ahí las escenas que a cada paso contristaban el alma hasta de los individuos
menos impresionables.
La noticia de que todas las poblaciones del país, profundamente
conmovidas por la terrible destrucción de la metrópoli colonial, rivalizaban
por ofrecer su protección a los cartagineses, fue como un bálsamo restaurador
para muchos seres atribulados, que no sabían a donde dirigirse para no
presenciar más tanta desolación y tanto estrago.
Don Manuel de Jesús Jiménez, encargado del servicio de emigración,
comenzó a disponer todo lo conducente para enviar familias a otras partes. En
esa tarea le ayudaba don Zacarías García, que se ocupaba en dar los billetes de
ferrocarril a las personas que los solicitaban. La estación y sus alrededores
se encontraban llenos de equipajes y cada cuál quería salir por el primer tren
que estuviera listo; pero había que darle preferencia a los heridos, los cuales
eran enviados al Hospital de San Juan de Dios y al Edificio Metálico de San
José.
La empresa del Ferrocarril prestó importantes servicios en el acarreo de
trabajadores y de comestibles y en el transporte de los damnificados a otros
lugares más tranquilos del país. Como al caer la torre del Carmen sobre la
línea, frente al Hotel Siglo XX, la Compañía puso una cuadrilla de peones que
no cesó de trabajar durante toda la noche del 5, tendiendo una línea de rieles
provisional, mientras se podía despedazar el gran bloque de calicanto que estaba
atravesado en mitad de la vía, y que había hundido el suelo casi un metro.
Todos los otros desperfectos de la línea fueron arreglados con prontitud.
El correo y el telégrafo, instalados en carros de carga frente a la
bodega del Ferrocarril, estaban materialmente abrumados de trabajo: de todas
partes llovían centenares de telegramas y de cartas, que en su mayor parte, no
llegaron a manos de los destinatarios, pues no era posible que aquella Babel,
hubiese mensajeros capaces de encontrar a las personas que se buscaban: todos
habían cambiado de residencia y no se sabía bajo que rancho o tienda de campaña
estaba cada cual.
Ya por la tarde había llegado una gran cantidad de medicinas, que se
repartían gratis a todos los que las solicitaban en el kiosco central. Hacia el
anochecer se encontró a algunas personas muertas de inacción, seguramente, pues
no presentaban heridas ni contusiones de ningún género. Los entierros se estos
desgraciados pasaban en silencio, apenas alumbrados por una mala linterna. Al
día siguiente, esto es el 6, la Botica Francesa había enviado un carro de
medicamentos, vendas, hilas, biberones para niños, etc., al cuidado de
empleados propios de la casa, entre los cuales tuve el gusto de ver a los
estimables jóvenes Licenciado don Indalecio Saénz Pacheco y don Tito Chaverri,
que con el mayor orden, esmero y solicitud
distribuían entre los necesitados las drogas que pedían.
Cuando oscureció, mucha gente del centro y de los alrededores había
abandonado la ciudad y se había marchado para San José o para diferentes
lugares de la zona atlántica. Lo mismo
hicieron casi todos los visitantes, porque no había los víveres que habían
llegado, no bastaban para alimentar una gran población que sentía los crujidos
del hambre.
La mayor necesidad indudablemente estaba en el Paraíso y en los barrios
de Cartago, pues hasta allí no llegaban los auxilios tan pronto como se habría
deseado ni en cantidad suficiente. De algunos edificios públicos como el
Matadero y el Hospital, y de algunas empresas particulares como la Planta
Eléctrica, lo mismo que de varias propiedades, el público arrancaba sin ningún
reparo las planchas de hierro acanalado para improvisarse una mala vivienda,
que por lo general se colocaba en los patios o solares o en aquellos pedazos d
calle que no habían quedado muy obstruidos por los escombros. Pero daba
verdadera lástima ver los centenares de gentes en la mayor miseria, sin un
pedazo de gangoche siquiera, con que resguardarse del frío y sin hallar donde
tomar ni una taza de café, después de tanta angustia y tanta privación.
Cuando oscureció completamente, volvió a reinar aquel silencio aterrador
de otros días, y todos nos refugiamos en nuestros vagones o ranchos a comentar
lo que habíamos visto y a comunicarnos, ya un poco más serenos, nuestras
respectivas impresiones. ¿Qué casas quedan en pie, fuera del quiosco y de las
estaciones y bodegas del ferrocarril, que no ofrezcan ningún peligro?, pregunté
a uno de mis hijos, quedan, me dijo, las casas de madera de don Nazario castro,
don Felipe Martín, la refresquería de don Pío Acuña y la casa de don Juan R.
Mata en la hacienda El Molino. Además las piezas de bahareque llamadas El
Mesón, de don Valerio Coto, donde los chinos han estado cocinando toda la noche
anterior; y algunas casas de ladrillo como las de don Ricardo Jiménez, de don
Quinto Vaglio, de don Francisco Peña, del Doctor don Alejandro Pirie y de don
Serafín Saravia. Hay también muchas casas de horcones, aunque bastante
deterioradas e inclinadas, hasta formar rombos en las puertas y ventanas, pero
dentro de ellas no ha muerto ninguna persona, y se ha logrado sacar todos los
muebles. El Bazar de los Hermanos Rivera, permanece en pie, pero dentro se dice
que tiene grandes averías. Las casas de adobes, de ladrillo y de calicanto son
las que han causado los mayores estragos.
Todos estábamos materialmente cansados, pero nadie sentía sueño: había
por lo general una sobrexcitación nerviosa, que daba a los semblantes un
aspecto de locura, con los ojos inyectados y los labios convulsos. Los rezos y
las plegarias de gente arrodillada en media calle, a nadie llamaban la
atención. Los gritos inconsolables de los que habían perdido algún pariente, se
oían como quien oye llover; aquello ya no tenía remedio, y había que pensar en
afrontar las consecuencias del desastre, que tenían por fuerza, que hacerse
sentir de varios modos, no solo en la provincia sacrificada, sino en todo el
resto de la República, que no podía permanecer indiferente ante tanta desgracia
y tanto dolor. ¡Qué ejemplo de confraternidad más noble y más hermosa dio en
esta ocasión Costa Rica!
Etiquetas: Cartago, Cementerio de Cartago, El terremoto de Cartago del 4 de mayo de 1910, Waldo Taylor Castillo
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