El volcán Turrialba, un volcán olvidado (Primera Parte)
El volcán Turrialba, un volcán olvidado (Primera Parte)
Ricardo Fernández Peralta
Revista de Costa Rica, diciembre de 1921 y enero de 1922,
Año III, números 4 y 5.
Que durante más de medio siglo estuviéramos
sin tener conocimiento preciso del Rincón de la Vieja; que desconozcamos el
Chirripó Grande, el Arenal y tantos otros cerros y volcanes apagados, es menos
penoso que haber estado 22 años sin tener la menor información del Turrialba.
Cada día se hace sentir más la necesidad de
un Centro Geográfico Nacional que continúe la obra, muy meritoria por cierto,
del Instituto Físico-Geográfico suspendida hace casi 20 años. Desde esa fecha,
la geografía patria se halla sumida en el más deplorable abandono; los trabajos
nuevos de esa índole se deben a la iniciativa particular, que ni siquiera
cuenta con el apoyo oficial para las publicaciones.
A fines de febrero último efectué una
ascensión al volcán Turrialba en muy buenas condiciones, la cual creo de
interés; la publico acompañada de las descripciones más interesantes que poseo,
muchas de las cuales traducidas del alemán y publicadas por primera vez en
Costa Rica, Las traducciones, que constituyen la parte más interesante de este
trabajo, son de los señores Dr. Vicente Lachner Sandoval y Dr. J. Fidel
Tristán, a quienes doy las más expresivas gracias por tan valiosa cooperación.
El documento más antiguo que conozco, que
mencione por primera vez la actividad del Turrialba, es el de don Diego de la
Haya al relatar la erupción del Irazú en 1723. Dice don Diego, al describir la
posición de Cartago:”…en donde en otra eminencia está el volcán Turrialba
sajado y reventado ha muchos años, el cual humea por tiempos sin hacer daño
alguno en sus contornos”. Más adelante dice: “A las cinco de la tarde del 18
(febrero) tuve noticias que humeaba el Turrialba, y para saber lo cierto
despaché al alférez Manuel castillo, quién llegó al alto de la cuesta de
Ujarrás, desde donde divisó y dijo haberlo visto humear tenuemente”. Desde esa
fecha hasta el año 1847 no hay datos sobre la actividad del Turrialba, lo que
hace suponer que durante ese lapso de tiempo no hizo ninguna erupción digna de
mencionarse.
Según Karl von Seebach, en los años 1847,
1853, 1855 y 1861 se vió humear. En 1853, Wagner y Scherzer escriben: “El
cráter lanza continuamente nubes de humo, unas débiles y otras más intensas, y
parece arrojar escorias candentes, pues a veces se ha visto el humo rodeado de
un margen de fuego”.
En 1855, C. Hoffmann, desde el Irazú, pudo
observar que: “se levantaban tres
potentes columnas de humo rectas como pilares y en las laterales se podía
notar, con auxilio de un telescopio, llamas claramente”.
En 1858 Meagher escribe: “La vegetación fue
haciéndose cada vez más exuberante y el aire más cálido, hasta que por último,
mirando hacia lo alto desde el valle al que bajamos, vimos aparecer en el cielo
el volcán Turrialba o de Torre Alba con su gran columna de humo y de fuego,
rodeado de una floresta impenetrable de palmeras, remoto, misterioso, pavoroso
y. según dicen, impenetrable. Ese volcán es objeto de terror para el pueblo: su
candente agonía es incesante, ningún pie humano ha hollado su cumbre, ninguno
ha osado realizar semejante proeza, y el pobre indio, cuya mente nublada se
hace más oscura y tormentosa con la religión, cuenta que allí vive el Espíritu
malo y que los que se aventuran a subir perecen.
La espesa selva virgen, las barrancas y los
precipicios, los vastos campos de lava, la roca desnuda, lisa y perpendicular
de varios pies de altura que de ellos se desprende y llega hasta los labios del
cráter embravecido: estas son las cosas que hasta el día de hoy han hecho que
este volcán sea objeto de espanto e inescrutable.
Volviendo la cabeza hacia atrás para mirar
las montañas en que pasamos estas agradables vacaciones, vi el volcán de Torre
Alba arriba en el cielo, ardiendo a la luz gris del amanecer, y me pareció que
estaba en otro mundo, tan remoto y aislado aparecía”.
El Dr. Alejandro von Frantzius, al hablar del
volcán de Turrialba dice: “No como falsamente se consigna en la mayor parte del
los mapas de Costa Rica, hacia el sureste, sino hacia el NE del Irazú, está el
último volcán de la cordillera, el Turrialba, el que está unido al Irazú por
una montaña llena de picos y de hendiduras. El volcán Turrialba forma de O a E
una masa montañosa que va disminuyendo hacia el E, al Océano Atlántico. La
parte despoblada de árboles del norte y del oeste, está llena de grandes
grietas o rajaduras en forma radiada en toda la superficie.
Hacia el lado norte se ven salir en
diferentes partes de estas grietas constantemente grandes nubes de humo, por
las cuales se puede reconocer este volcán desde distancias muy considerables,
por ejemplo desde el Monte del Aguacate que está a 18 o 20 leguas de él. En las
noches oscuras se dice que se pueden percibir fogatas en el volcán. Nunca se ha
ascendido al volcán Turrialba. Desde la cumbre del Irazú aparece de perfil como
un cono y su poca distancia permite observar los mencionados fenómenos de humo
y de fuego: pertenece al número de volcanes desconocidos, como también las
grandes montañas son casi desconocidas; éstas rodean al volcán particularmente
al lado sur, en forma de muro y envían diferentes ramificaciones hacia el río
Reventazón. Hacia el norte se entiende una considerable loma de donde salen los
ríos Parismina y Sucio.
Cuatro años más tarde del viaje de Von
Frantzius a Costa Rica, se efectúo la primera ascensión al Turrialba, el 26 de
febrero de 1864. Del valioso relato que hace de este viaje don Juan Braun tomo
las siguientes líneas: “La primera impresión que hace la oscura profundidad del
cráter (mayor de 300 pies de profundidad, unos 90 metros) con sus cuatro
paredes negras y amarillas, en que más de 100 bocas pequeñas (de 2 varas en
circunferencia) adornadas a su alrededor con capas amarillas y de azufre, están
humeando con estrépito. Casi silbando como mal arregladas máquinas de vapor,
esta impresión decimos, causa involuntariamente terror y susto, y
principalmente en los rincones del oeste y el este, donde sale en dos bocas más
grandes, más humo con ruidosa fuerza,
hasta que se levanta la gran columna de humo (de más de 100 varas de
circunferencia) junta y unida ya con las columnas chiquitas arriba en la orilla
del cráter, en donde se ve de lejos aquella enorme columna de humo de 500 pies
de altura, según el viento o la calma, tan claramente desde la plaza de Heredia
como en el Monte del Aguacate, principalmente en el invierno, después de
grandes aguaceros.
Al este del cráter linda otro, ahora muerto,
y otro sigue de este hacia el NE, pero serán en el invierno más bien pozos
llenos de agua llovida. El cráter, pues, entero está formado por tres picos
elevados y puntiagudos, que llaman el del norte San Carlos, el del este San
Enrique y el del sur San Juan, que es menos dificultoso que los dos primeros.
La circunferencia de todo el cráter puede tener, según nuestro cálculo (hemos
medido una parte) algo más de 2000 varas. La forma del cráter no es regular,
sino elíptica; las paredes interiores son casi perpendiculares y una capa
amarillenta de azufre cubre varias partes del interior, y el olor del humo y el
suelo muy flojo hacen la bajada peligrosísima y la vuelta tal vez imposible. La
pared exterior del cráter hacia el oeste, es la cosa más particular y más
peligrosa para andar. En donde metimos nuestros bastones, al sacarlos, se formó
en el hueco del suelo, mezclado de azufre con diferentes sales, una chimenea
pequeña humeante, y poco rato después no se pudo aguantar la mano por el
crecido calor.
La altura de los picos no puede ser muy inferior
a la del Irazú, y si este tiene, según los geógrafos, 11 600 pies, bien puede
tener el Turrialba 11 500. La superficie del volcán forma en cierta parte casi
un plano, y se puede gastar un día entero para ver todo; masas de lava, arena
mezclada con azufre y sales, piedras quemadas forman el suelo; por consiguiente
no hay vegetación sino un poco hacia el sur, donde no llega el humo, de yerbas
y gramas de una raquítica naturaleza. En los picos se nota una formación
gradual de capas de masas pedregosas de muy diferentes colores que demuestran
cuantas y cuales potencias subterráneas terribles han sido necesarias en esta
puerta infernal, para levantar estas cúspides, fundir estas materias y
amontonar estos picos hasta darles la forma presente. Según se ve todavía, en
tiempos de erupciones, se inclinaban las volcánicas hacia el norte, en
dirección del río Tortuguero, donde se observa la mayor cantidad de destrucción
y ruina”.
En la noche del 16 al 17 de setiembre de
1864, cayó en San José una lluvia de ceniza cuya composición, según el químico
francés señor L. Platt, fue la siguiente:
Sílice y varias tierras silíceas, 94%
Hierro sulfurado, 4%
Polvos orgánicos del aire, 1%
Cal y sal marina, 1%
Ilustración de Karl von Seebach de la erupción del volcán Turrialba en setiembre de 1864 |
Esta lluvia de ceniza procedió del volcán
Turrialba y se repitió varias veces del 16 al 21, extendiéndose por la Meseta
Central hasta Atenas y Grecia. Con este motivo, el Gobernador de Cartago envió
a reconocer el volcán a los señores Antonio Quesada y Manuel Guillén, guías que
fueron de la primera expedición a dicho volcán en febrero de ese mismo año. En La
Gaceta del 9 de octubre de 1864 se relata el viaje de estos señores, el cual en
parte reproduzco aquí:”…al llegar a la cima del volcán (30 de setiembre) se
sorprendieron al ver una columna de humo que se elevaba a una altura de dos
veces mayor a la que se alzaba en el mes de febrero próximo pasado. Su color
entre negro y verde, y se levantaba y salía esta tore de humo envolviendo
inmensas llamaradas de fuego, azuladas, con un estrépito terrible, como si la
tierra quisiera producir otro volcán. Desaparecieron esas cien chimeneas
flamantes que poco antes se disputaban el derecho de vomitar más fuego. En su
lugar se encuentra un solo cráter anchísimo, casi redondo y profundo como una
verdadera puerta de Tártaro, cuyas paredes internas son amarillas o negras como
barnizadas con pez, y en su fondo pestífero se oye un murmullo inexplicable por
el terror que causa, repitiéndose cada rato más amenazador.
El gran pico San Carlos, una de las tres
elevaciones que encerraban el volcán, contiguo al lado norte del cráter, ha
desaparecido casi en su totalidad, cayendo sus enormes masas en aquel abismo
bullicioso, cuyas potencias de su seno han arrojado esos átomos pulverizados en
ceniza y arena por el fuego infernal en su laboratorio plutónico, y que bajo
esta forma nos trajeron los vientos fuertes de aquellas noches. Así ha cumplido
el volcán con la política mandándonos pacíficamente su correspondencia de
nuestra visita al ex-pico San Carlos en forma pulverizada.
¿Cuántos millones de quintales de ceniza y
arena han salido en estos pocos días de esta nueva chimenea? Para formarse una
idea basta considerar que toda la superficie de este ancho volcán está cubierta
con una capa de más de una vara de espesor, con ceniza que se ha regado
visiblemente sobre una extensión de más de tres leguas alrededor y
principalmente al norte del volcán, hacia donde ha descargado la cólera y
violencia de la erupción, tanto por la inclinación de la montaña como por la
dirección de los vientos dominantes en aquellas alturas. Además, arrojó esta
boca pedrones inmensos e innumerables sobre los otros picos sin destruir, por
un milagro, la cruz que fijamos en nuestro ascenso en febrero próximo pasado.
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